Representación y Movimientos Sociales
Ernesto Laclau*
La categoría de representación tiene mala fama en la historia de la teoría política. Se la consideró siempre con gran sospecha, pues se ha pensado que una relación de representación trae implícita la posibilidad de que el representante usurpe la voluntad del representado.
Un primer acercamiento a este tema lo podemos detectar en Rousseau. Él pensaba que la única verdadera democracia era la democracia directa, pero reconocía que ella sólo podía existir en pequeñas comunidades, como era la Ginebra de su tiempo, que tampoco era tan democrática como Rousseau suponía. Además, dado el tamaño creciente de los Estados modernos, este mismo autor estimó necesario pasar a alguna forma de representación, pero que esta fuera absolutamente transparente, es decir, que el rol del representante fuera transmitir, sin ningún tipo de modificación, la voluntad del representado, o sea, que la buena representación era aquella que, en sentido único, provendría del representado al representante.
Pero esta visión fue prontamente cuestionada al considerarse que ella no se correspondía ni con la realidad ni con lo que era necesario para un funcionamiento democrático de una sociedad, debido a que la tarea del representante no es simplemente transmitir la voluntad del representado en sus propios términos, sino también, presentar la voluntad del representado en términos comunitarios más amplios, es decir, la comunidad como un todo, como sería la expuesta en el Parlamento, instancia que requería entonces demostrar que los intereses sectoriales de los representados coincidían con el interés nacional. Para eso, se tenía que elaborar un discurso que, en varios aspectos, era distinto del discurso de base del representado, circunstancia que, a su vez, repercutía sobre la voluntad del representado. A fin de cuentas, y dada esta interrelación, el representado pasaba a tener una identidad moldeada por la acción del representante.
Una segunda línea de tratamiento del asunto de la representación consistió en decir: está bien, esto es así, siempre hay un doble proceso que va del representado al representante y del representante al representado. Pero si una sociedad es democrática solamente si la primera posición del gobierno, es decir del representado al representante, prevalece sobre la otra ¿Es esta una conclusión adecuada? Yo creo que no lo es, porque muchas veces la hegemonía del representante sobre el representado, es una condición de la movilización de la acción democrática de masas, porque lo que presupone el anti representativismo es que siempre el representado
* Conferencia dada por Ernesto Laclau en la Universidad Nacional Andrés Bello, Santiago, 15 de noviembre 2012. Transcripción de Manuel Loyola
tiene una voluntad absolutamente constituida en torno al interés, si esto fuera así, el proceso de representación, desde luego, sería un proceso esencialmente externo, pero no lo es, porque en muchos casos la voluntad del representado no está estructurada y sólo es capaz de constituirse al interior mismo del proceso de representación.
Les voy a dar un ejemplo histórico. A principios del siglo XIX, en el norte del Perú, hubo un rápido proceso de monopolización por parte de las haciendas azucareras. Su acción destruyó la competencia de las pequeñas haciendas generando una disfunción general de los circuitos de circulación, afectándose negativamente a las comunidades indígenas, es decir, hubo mucha gente que política y sicológicamente quedó con las raíces a la intemperie. Estos productores afectados no tenían, al momento de la actuación monopolizadora, intereses definidos, y la tarea de los líderes populistas del APRA -y lo que después se va a llamar el "sólido norte aprista"-, consistió precisamente en ayudar a la constitución de esa voluntad. Esta operaba en un campo en que las relaciones al interior de la sociedad estaban debilitadas, es decir, las instituciones sociales no funcionaban a nivel de la sociedad civil. De esta forma, la tarea de los líderes políticos -de los líderes apristas en este caso- fue organizar la vida social a todos los niveles, desde los clubes de fútbol hasta las bibliotecas populares, otorgándose una clara hegemonía al representante respecto del representado, pero ello fue la condición para que los representados pudieran lanzarse a la vida histórica y política y se pudiera producir una ampliación de la esfera pública. Es decir, en este caso se dio un proceso en el cual el momento del representante como tal fue el momento predominante. Por consiguiente, tenemos que, cuando analizamos los dos tipos de relación de representación que acabo de mencionar, debemos percatarnos cuál es la situación del representado, cómo el representado se constituye y cómo esa constitución del representado pasa a través de la mediación política.
Si volvemos al campo de la filosofía política, vemos que este problema de la representación se confunde con el problema de la universalidad, esto es, cómo se universaliza la voluntad de un cierto sector. Si nos detenemos en Hegel, veremos que para él solamente el representante es el locus (el lugar), en el sentido de lo universal. En su visión, la sociedad civil, o el mundo de intereses privados, eran incapaces de proponer una voluntad colectiva de largo plazo, en consecuencia, la clase universal, la clase que representaba a la comunidad como un todo, estaba constituida por la burocracia, entendiendo por burocracia la totalidad de los aparatos del Estado.
Como ustedes saben, esta interpretación fue después criticada por Marx, quien va a decir que no es verdad que la esfera pública (burocrática-estatal) sea la esfera de lo universal. Al contrario, el Estado era simplemente un instrumento de la clase dominante. Ahora bien, si ni al nivel de la sociedad civil ni al nivel del Estado tenemos la constitución de una clase universal ¿cómo la universalidad de la comunidad puede llegar a efectuarse? La respuesta de Marx -y esto también lo saben- es que podía haber una clase en el seno de la sociedad civil que represente por sí misma lo universal: no la burocracia, como lo había propuesto Hegel, si no que el proletariado, porque el proletariado, al liberarse a sí mismo y al no tener intereses particulares que
defender, liberaría a la sociedad en su conjunto (como un locus). La noción de clase universal sigue siendo la misma que en Hegel, pero el sitio de constitución de esta voluntad general, de esa universalidad, ha pasado del campo del Estado al campo de la sociedad civil, en un contexto de sociedad reconciliada por la clase universal que la representaría, articulando el discurso del conjunto de la comunidad.
En este sentido, la visión de Marx era anti estatista al ver en el tránsito hacia el comunismo, la concreción de una progresiva desaparición del Estado, su extinción, porque ya no es necesario una vez que exista la voluntad colectiva reconciliada: no es necesaria la existencia de aparatos estatales separados de la comunidad como tal. Esta visión de Marx después va a ser modificada sustancialmente por Gramsci.
Gramsci, de alguna manera, está a medio camino entre Marx y Hegel. Acepta de Marx la versión de que el momento de la universalidad pasa por la sociedad civil, pero, por otro lado, acepta de Hegel la idea de que de lo que se trata no es de la extinción del Estado, sino de la constitución de un Estado integral. Este Estado integral comienza, según Gramsci, a nivel de las fábricas, para luego universalizarse en una serie de aparatos y organizaciones, lo que de alguna forma equivale a decir que lo político es un momento que no va a extinguirse; lo político, o el campo de lo ético político -para usar sus palabras-, es el campo dentro del cual la comunidad adquiere su propia identidad.
Entre estas tres versiones hay todo un proceso histórico que es necesario entender. Para Marx iba a darse una homogenización progresiva de la sociedad, lo que, como tesis sociológica, va a ser asumido por el marxismo mundial de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En su lógica, sobrevendría una simplificación creciente de la estructura social bajo el capitalismo: la racionalidad del capitalismo conducía a la desaparición del campesinado y las clases medias, de modo que el último conflicto de la historia iba a ser un enfrentamiento entre una masa proletaria homogénea y la burguesía capitalista, que era la que requería al Estado para afirmar su dominación.
Demás estaría decirlo, pero la historia no avanzó en la dirección prevista por el marxismo. No se dio una sociedad cada vez más homogénea, sino que tenemos una sociedad crecientemente heterogénea. Las etapas del proceso de entrada de lo heterogéneo en el campo de la reflexión socialista, las podemos caracterizar brevemente en los siguientes términos.
Al principio del referido proceso -detectable en el marxismo de la II Internacional al estilo de Kautsky- encontramos la tesis de la proletarización creciente. Según Kautsky, la revolución iba a transcurrir como un hecho casi natural, y no era necesario prepararla políticamente. Una de sus frases preferidas era "nosotros no tenemos que hacer la revolución, sino aprovecharnos de ella". En una discusión con un dirigente bávaro, Kautsky había reafirmado que la tarea de los socialistas no era defender a todos los oprimidos, sino defender sólo a los obreros industriales porque era los portadores del futuro histórico. El comienzo de la quiebra de este esquema se dio en
los años que precedieron a la Revolución Rusa. En aquellos años se comenzó a decir que había una anomalía en las leyes generales del capitalismo, tal como el marxismo lo había pensado.
La tesis marxista clásica, y sobre todo la tesis mantenida durante el período de la II Internacional, era que el modelo de la Gran Revolución Francesa, se reiteraría más o menos mecánicamente en todas las otras sociedades europeas y que, por tanto, de lo que se trataba en las sociedades atrasadas de Europa, era de derrocar a la aristocracia feudal para dar paso a un sistema liberal capitalista que se iba a prolongar durante todo un período histórico. Sólo al final de este proceso, el socialismo iba a entrar en la agenda. Este tipo de visiones empieza a encontrar rápidamente ciertos límites.
El primer Manifiesto de la Social Democracia rusa, comienza afirmando que, cuando nos corremos del oeste al este de Europa, la burguesía era cada vez más débil y más incapaz de realizar sus tareas históricas. Por consiguiente, las tareas de democratización siguen existiendo, pero ellas no iban a tener como su agente fundamental a la burguesía capitalista. De este modo, lo que se decía era que la revolución se iba a producir e iba a seguir siendo una revolución democrática, pero que el agente histórico de esta democracia no iba a ser la burguesía, sino el proletariado en alianza con los campesinos. Se trataba de la versión leninista. Se consideró que ello apuntaba a una peculiaridad rusa, por el hecho de que Rusia había entrado tardíamente a la modernización capitalista: el capitalismo se había desarrollado en Rusia a base de inversiones extranjeras, por tanto, no había una burguesía autóctona fuerte.
Entonces, obviamente, la pregunta que uno tiene que hacerse es, primero, ¿el hecho de que una clase que no sea la clase natural de una tarea y sea reemplazada por otra, no cambia la naturaleza de las tareas?, y en segundo lugar, ¿no cambia también la naturaleza de los agentes que llevan a cabo esta tarea? Esto no era aceptable en absoluto por el leninismo. Para el leninismo el asunto era golpear juntos y marchar separados, y la visión clasista pura no fue para nada puesta en cuestión: por todas estas peripecias históricas, se consideró que el proceso ruso era una excepcionalidad (esta era la palabra que se usaba en la época), cuestión que, en todo caso, iba a ser de corta duración porque la Revolución en Rusia se empalmaría con la revolución europea, especialmente con la alemana, que iba a ser mucho más importante y significativa.
Después, durante los años 20, esta visión comienza a transformarse en el sentido de que la excepcionalidad rusa ya no fue vista como tan excepcional en la medida que la mayor parte de los movimientos revolucionarios que podían tener lugar fuera de Europa o de Rusia, disponían de formas heterodoxas de combinación de etapas y que los rusos habían detectado (experimentado) por primera vez. Estos eran los fenómenos de lo que se dio en llamar el "desarrollo desigual y combinado".
Hacia mediados de los años 30, Trotzky va a proponer la conclusión de que el desarrollo desigual y combinado era el terreno histórico de todas las luchas sociales
contemporáneas. Llegado a este punto, uno puede empezar a preguntarse: ¿si todas las revoluciones se basan en una combinación heterodoxa de etapas, qué es lo que es un desarrollo normal? Obviamente, en cierto momento ya no es posible mantener la idea ortodoxa de la sucesión de etapas en el capitalismo (la idea de la sucesión de clases) y, en consecuencia, se arriba a que es la heterogeneidad social la que empieza a penetrar por distintos canales.
Quien extrajo los resultados más amplios de todo este razonamiento fue Gramsci. Gramsci va a decir que los agentes sociales no son las clases, en el sentido clásico ya visto, sino lo que él llama voluntades colectivas. Estas son el resultado de la aglutinación de una pluralidad de movimientos heterogéneos, suscitándose la aparición de un conjunto de nuevos conceptos que entran en la categorización socialista: la noción de hegemonía, en primer lugar; la noción de guerra de posiciones; la de bloque histórico, etc., que comienzan a desplazar el centro de la historia de la esfera económica a la esfera de lo político. Es, a fin de cuentas, el predominio de lo político es lo que está detrás de esta revalorización de la conducción de un Estado.
Pero hay otra serie de fenómenos que empiezan a operar al mismo tiempo. En China Mao Tse-Tung (Mao Zedong), comenzaría a hablar de contradicciones en el seno del pueblo, con lo cual el pueblo -categoría que hubiera sido anatema para el marxismo clásico- vuelve a entrar en el campo de la teorización política. Finalmente, tenemos todo el período de los Frentes Populares, época en la que se empieza a entender que era necesario proceder a una articulación de fuerzas distinta de lo que había planteado el marxismo clásico.
En una era globalizada -y nosotros hemos llegado a un punto extremo en el cual esta pluralización de luchas es la base de la acción política-, ya no se trata de representar puramente los intereses de la clase, sino de constituir políticamente los intereses de una voluntad colectiva de tipo nuevo, es decir, que tenemos una situación en la que los procesos de representación son aquellos a través de los cuales se va constituyendo la voluntad de los representados. Hay en esto, si ustedes quieren, un movimiento por el cual sólo hay representación, porque no hay ninguna voluntad colectiva que no se constituya a través de procesos representativos.
En la teorización contemporánea -como ya lo anunciáramos al comienzo- la noción de representación ha sido objeto de diversas críticas que, supuestamente, son dicotómicas. Por ejemplo, si tomamos a dos filósofos franceses, Jacques Derrida y Gilles Deleuze, ellos aparentemente dicen lo contrario uno de otro, pero yo creo que están diciendo exactamente lo mismo. Lo que Derrida dice es que, como no hay ninguna representación originaria, lo único que existe son procesos representativos. Por su parte Deleuze dice: la representación presupone la presentación, pero como esta presentación originaria nunca se da, la representación también carece de sentido. Aparentemente están diciendo lo contrario, pero lo que ambos proponen en lo fundamental, es romper la relación entre una presentación originaria y los procesos de representación. Una vez que las cosas son concebidas de esta manera, ustedes
verán que el problema central de la construcción política e, incluso, especialmente de los movimientos sociales, va a ser cómo moverse en el campo de una representación que no va a tener realmente límites porque no hay ninguna voluntad colectiva que se genere fuera del proceso de representación. Hay aquí, si nosotros pasáramos al plano metafísico, ciertos intentos en el pensamiento contemporáneo por reflexionar acerca de esta dualidad entre la particularidad de ciertos sectores y la universalidad que presuponen procesos representativos
Voy a mencionar brevemente sólo tres. El primero, es la noción de Urgrund* en Heidegger. Lo que Heidegger dice es: no hay ningún fundamento último, lo que existe en el lugar del fundamento es un abismo, de modo que el abismo es el mismo fundamento. Pero el abismo no tiene forma de representación directa, entonces, para representarlo, es necesario una especie de traslación retórica, es decir, lo que crea la universalización del proceso representativo es el hecho de que el abismo que tiene que ser representado, no es representable en sí mismo, sino que tiene que ser representado por algo distinto de sí mismo.
Un segundo ejemplo de esta noción de intercambio entre la particularidad y la universalidad, la encontramos en la noción de objeto a en el psicoanálisis lacaniano. El punto de partida es la reflexión acerca de la cosa freudiana, esto es, el mundo sin fisura que, presuntamente, capta en un solo tejido el cuerpo de la madre y el cuerpo del niño. Esta cosa freudiana, que sería ese mundo sin fisura es, por supuesto, una ilusión retrospectiva, pero, dice Lacan, esa ilusión retrospectiva no crea algo fundamentalmente nuevo, sino que procesa la necesidad de la cosa sobre objetos parciales y estos son los objetos petit a Como en el caso del abismo del Urgrund heideggeriano, también aquí no hay una presentación que sea el fundamento de algo, sino que, lo que se da, es un proceso de traslación de un término a otro, y por el cual distintos grupos o distintos elementos, asumen la representación de ese fundamento imposible.
La tercera noción es la de clase hegemónica en Gramsci. Gramsci distinguía entre la clase corporativa y la clase hegemónica: la corporativa es aquella que representa intereses sectoriales dentro de una totalidad que la excede, en tanto que la hegemónica es aquella que transforma los intereses de un grupo -o el discurso de un grupo- en el discurso hegemónico en la sociedad, en unas ciertas circunstancias.
Si ahora pasamos a la esfera específicamente política, en estos tres casos encontramos la misma estructura lógica. En primer término, encontramos que la idea de un fundamento último es rechazada: lo que se dan son fundamentos relativos desde donde se erigen articulaciones que no conducen a ninguna base que las preceda. Si,
* Mientras el Dasein -expone R J Walton- no proyecte el ser de tal modo que el ser pueda desplegarse como el fundamento del ente, el ser acaece como abismo y no como fundamento pleno, o, con otras palabras, acaece como fundamento incipiente o "protofundamento (Urgrund)" o "quedar a un lado del fundamento". Por tanto, en el abismo, el fundamento "aún funda y sin embargo no funda propiamente", http://www.uned.es/dpto fim/InvFen/InvFen09/pdf/04 WALTON.pdf nota de ML
desde esta perspectiva, vemos la historia del marxismo (desde Marx a Gramsci, al menos), encontramos exactamente la misma transición: para el marxismo clásico, los intereses de clase preceden a los procesos representativos, en tanto que para Gramsci, es solamente a través de la representación que un interés puede ser constituido.
Recuerdo algunas discusiones que tuve en Chile hace algunos años donde la gente me preguntaba: desde el punto de vista de los intereses, ¿de qué clase usted habla?. Bueno, plantear el argumento en esos términos, era suponer que existían intereses que precedían al proceso político mismo, cuando, en realidad, es el proceso político el que va constituyendo esos semi-fundamentos (pues nunca son fundamentos absolutos).
Dicho lo anterior, la pregunta es ¿cómo entonces pensar la constitución política de los agentes y movimientos sociales? Voy a darles un ejemplo que he tratado en un artículo, y que ilustra el tema sobre el cual estoy hablando. Supongamos que tenemos un régimen altamente represivo y que en ese régimen un día los obreros metalúrgicos de una cierta localidad, inician una huelga por el alza de salarios. Esa demanda es una demanda específica -alza de salarios- pero, por otro lado, esa demanda es vista por todo el mundo -dado el carácter represivo del régimen- como una movilización contra el régimen. O sea, que la demanda aparece internamente dividida entre el particularismo de la demanda como tal y la universalidad mayor de la que es portadora. Supongamos que como resultado de esa movilización, en otra localidad, los estudiantes comienzan una serie de movilizaciones contra la disciplina en los establecimientos educativos. Las dos demandas -la de los obreros y la de los estudiantes- son particulares y distintas, pero en los dos casos son vistas como movilizaciones antisistema o antirégimen, originándose una equivalencia entre ellas. Agreguemos que en una tercera localidad, por ejemplo, los partidos políticos comienzan una campaña por la libertad de prensa, y en el contexto del que estamos hablando, esta tercera acción también que podrá forma parte de una cadena equivalencial. De esta manera, se va creando una relación de equivalencia, que es lo que constituye, finalmente, al movimiento social como tal, en un movimiento que fue de la particularidad a la articulación de equivalencias, para redundar en la universalidad. Veamos un caso histórico.
Al comienzo, las reivindicaciones de Solidaridad, en Polonia, fueron las de un grupo limitado de obreros del Astillero Lenin de Gdansk, pero por el hecho de que estas movilizaciones y esas demandas tuvieron lugar en una sociedad en la que otras demandas sociales y políticas se encontraban también frustradas, eso comenzó a crear y a dar a los símbolos de Solidaridad una circulación de carácter distinto, pasando a ser los símbolos de prácticamente de todo un movimiento, universalizándose.
Esta última -la universalidad- tiene dos características. Primero, es una universalidad hegemónica, es decir hay hegemonía siempre que un sector particular transforma sus demandas en las demandas de toda una comunidad; esta relación universalidad-particularidad, es la esencia de un proceso hegemónico cuyos logros no han sido ni
serán jamás completos ni definitivos, aspecto que nos lleva a señalar la segunda característica de la universalidad, a saber, el significante hegemónico es también un significante esencialmente vacío ¿por qué?
Si yo tengo que adicionar una serie de demandas heterogéneas para constituir en torno a ellas ciertos significantes hegemónicos, un campo popular, necesariamente -y en algún momento esto se va a expresar- voy a tener que erosionar su ligazón con las particularidades de la que provino, es decir, la relación que se construye en esta dimensión universal de la demanda, desde el momento mismo de su reconocimiento público, comenzará a erosionar la ligazón con la demanda particular de la que originariamente provino. Con el desarrollo de los hechos, en algún momento tendremos una situación en la cual la referencia hegemónica comenzará a fracturarse (fracturándose la sociedad). La sociedad expondrá nuevamente sus divisiones, obligando al campo de lo popular a tener que reconstituirse. En síntesis, no es que haya un fundamento último, sino que alrededor de los significantes hegemónicos (vacíos), se va constituyendo un cierto juramento relativo que va a durar lo que dure el tiempo de la articulación entre estas demandas particulares. Esto ocurre no solamente en el campo de la izquierda. Desde luego, ocurre también en el campo de la derecha. Recuerden las movilizaciones de los camioneros en Chile en los meses que precedieron a la caída de Allende. Ahí las demandas de los camioneros estaban siendo transformadas en la forma de articulación de un frente reaccionario. Piensen en las demandas de los profesores rurales argentinos en el año 2008: ahí había mucha gente que apoyaba las demandas y ello no porque les importaran las demandas rurales, sino porque en ello veían la forma de constituir todo un frente contra el kirchnerismo. Lo quiero decir es que siempre se da un proceso de sobre-investidura de un elemento a través de esta doble articulación, por eso es que los significantes vacíos son absolutamente centrales en la constitución de la política. La recurrente apelación a la imprecisión y vaguedad de los símbolos populistas, son, exactamente, la fuente de su eficacia política. Si tuviéramos una sociedad sobre-institucionalizada en la cual las demandas concretas no se articularan equivalencialmente entre sí, no tendríamos la constitución de ningún campo político más amplio y más determinado. El institucionalismo es lo que se opone al populismo. El institucionalismo -por favor, no confundir con las instituciones, ellas son siempre necesarias- es lo que transforma a las instituciones en fetiches considerados como absolutamente intangibles desde el punto de vista político. En cambio, para mí, el populismo representa el momento de la ruptura, del corte, y entre estos dos extremos -populismo e institucionalismo- hay toda una gama de situaciones. Desde luego, hay un continuo en el que los dos aspectos van a tener que combinarse siempre, de alguna u otra forma. En el caso, por ejemplo, de la transición democrática en la Argentina, lo que predominó fue el momento del corte con el pasado dictatorial; en Chile el proceso fue mucho más limitado, se hablaba constantemente de la reconciliación nacional, y bueno, reconciliarse con los torturadores no es la mejor práctica imaginable. En los gobiernos nacional-populares latinoamericanos, el momento de corte está ahora predominando, pero ese momento de corte significa necesariamente la ruptura con la dimensión institucional.
Hay un aspecto que yo quisiera que discutiéramos aquí: la noción de antagonismo social, que he desarrollado en un artículo publicado en el último número de la revista Debates y Combates. El punto significa que el antagonismo implica una interrupción de identidades ¿Qué significa una interrupción de identidad?, pues que la presencia de una fuerza antagónica me impide ser plenamente yo mismo, es decir, que no se da una continuidad objetiva entre las dos fuerzas antagonistas al estar dominadas por un momento de corte.
Ahora, ¿cómo se da el proceso de construcción en una serie de cortes históricos que se acumulan equivalencialmente? La sociedad capitalista está generando todo tipo de puntos de ruptura y antagonismos, marginalidad social, lucha entre distintas zonas económicas, desinstitucionalización en la era post fordista, etc., con lo cual esto que hemos llamado el momento de la heterogeneidad comienza a prevalecer a todos los niveles y, por consiguiente, el momento de la articulación política pasa a ser cada vez más gravitante. No obstante, lo que debemos ver es que incluso las relaciones de producción existentes -piedra angular de toda la reflexión socialista originaria- está también dominada por la misma lógica de la heterogeneidad.
Marx tenía una idea -continuada de Hegel- según la cual las categorías económicas a través de su desarrollo objetivo iban a generar contradicciones que, finalmente, darían por tierra con el sistema ¿Cómo se planteaba este proceso? Simplemente, para poder verificarlo, era necesario reducir los agentes históricos a categorías lógico-económicas, de modo que lo que se decía era: bueno, para entender la lógica del sistema capitalista, tenemos que olvidarnos de los capitalistas de carne y hueso; el capitalista es simplemente el comprador de fuerza de trabajo, y el obrero, también reducido a categoría económica como vendedor de tal fuerza, por lo tanto, si en la relación capitalista fundamental lo que predominaba era esta reducción de los agentes sociales a categorías económicas, la única posibilidad de que el sistema pudiera experimentar contradicciones insalvables era que el sistema, a partir de su lógica interna, fuera generando a todos los actores sociales que lo desarrollarían para, finalmente, ponerlo en cuestión.
Pero en esto encontramos acá una deficiencia fundamental. En primer lugar, no es cierto que la relación comprador/vendedor de la fuerza de trabajo, dada exclusivamente en términos de lógica económica, sea una relación antagónica. Corrientemente se ha dicho (y se dice) que el capitalista absorbe el plusvalor del obrero, y el obrero, a su turno, lo resiste, y ahí se constituye la relación antagónica fundamental de la sociedad capitalista. Pero eso no es así de manera inmediata. El obrero se va a resistir a la extracción del plusvalor sólo cuando sus ingresos estén por debajo de un determinado nivel y no pueda tener una vida decente (no pueda mandar a los niños a la escuela, porque no va a tener acceso a una serie de bienes de consumo, etc.), cuestión que nos lleva a reintegrar la realidad obrera a la vida social obrera, es decir, que el antagonismo no se presenta al interior de las relaciones de producción capitalista, sino que se produce entre ellas y la forma en que estos sectores antagonizados están constituidos fuera de ella. Es decir, que el mismo momento de
heterogeneidad que nosotros vemos en la marginalidad social, en la lucha entre distintos sectores económicos, en la lucha antimonopolios, en la lucha ecológica, etc., se da también al interior de la relación de producción capitalista, por lo que la relación de producción capitalista no es un lugar privilegiado de la lucha anticapitalista, si no un componente de la misma, relevante, sin duda, pero no es un lugar privilegiado ni menos exclusivo. En muchos otros casos, la movilización de sectores marginales o no laborales de la población, puede tener mayor eficacia que la acción obrera misma respecto de la constitución de los antagonismos.
Con esto, entonces, extraigo dos conclusiones. La primera es que si la construcción política procede por medio de relaciones equivalenciales entre demandas heterogéneas que, en el momento de la articulación, pasan a ser esenciales. Si lo observamos históricamente, se trata de la sucesión de una pluralidad de formaciones hegemónicas, pero teniendo en mente que jamás llegaremos a una sociedad reconciliada en la que la forma Estado, vaya a desaparecer. Y la segunda conclusión es que, este momento de incompletud en la constitución de las identidades sociales es también radical, esto es, hay un cierto accionar de las identidades sociales a través de la articulación hegemónica, pero no hay identidades sociales plenas que se den fuera de ella.