© Mario Silar, 2006
К ВОПРОСУ ОБ ИЗУЧЕНИИ ФЕНОМЕНА ПРОЩЕНИЯ В СОВРЕМЕННОЙ ЭТИКЕ
Марио Силар
APORTES PARA EL ESTUDIO DEL PERDÓN A LA LUZ DEL DEBATE ÉTICO CONTEMPORÁNEO
Mario Silar
Se estudia la realidad humana del perdón a la luz de las características propias de la sociedad contemporánea. Se indaga la pertinencia de su estudio en la ética contemporánea. Se distingue entre un nivel de estudio ético-moral y otro metafísico de la realidad del perdón, que permitiría comprender su vinculación con la misericordia y caracterizarlo como una cierta acción recreativa. Para ello se apela a algunos conceptos presentes en Tomás de Aquino, Robert Spaemann y Hannah Arendt.
В настоящей статье рассматривается прощение как феномен человеческого бытия в современном обществе. Обосновывается необходимость изучения прощения в современной философии. Кроме этико-морального уровня исследования, выделяется и другой, метафизический уровень, позволяющий понять связь прощения с милосердием и охарактеризовать прощение как акт божественного творения. Для этого автор обращается к концепциям Фомы Аквинского, Роберта Шпемана и Ханны Арендт.
Nada nos asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón '.
1. Sociedades ‘seguras y eficientes’
Vivimos rodeados de experiencias que revelan la fragilidad de lo humano. No sólo los conflictos armados y la violencia revelan esta condición, existe incluso una experiencia de fragilidad todavía más profunda. No obstante, la cultura contemporánea no renuncia a generar esquemas conceptuales que niegan la fragilidad. La cultura eficientista, imperante en un amplio sector de la sociedad impide toda posibilidad de valorar positivamente las experiencias que ponen en evidencia la debilidad o el fracaso. Pero, al mismo tiempo, el hombre contemporáneo se encuentra obligado a convivir con diversas formas de fragilidad que le resultan ‘familiares’. Así, la seguridad, la economía, la salud y las relaciones interpersonales y revisten diversas formas de fragilidad2.
El temor ante la fragilidad suele ser agudo, revistiendo a menudo la forma del pánico. Frente a la posibilidad de conmoción que ofrece la fragilidad, el hombre intenta auto-inmunizarse, para lo cual construye dos pilares que, al modo de fortalezas frente al mar, pretenden detener el poder de algo incontenible. El primero de ellos es una ilimitada pretensión de seguridad, el segundo, un desmedido afán de eficiencia, con lo cual se absolutiza el presente, idolatrando la novedad y la vigencia. Sin embargo, tanto el deseo desproporcionado de seguridad como el de eficiencia se vuelven en contra de la persona y ejercen su singular tiranía. Me refiero a la ansiedad, auténtica dolencia contemporánea, que genera la necesidad de estar ‘a la última moda’, de tener ‘la última información’, de obtener ‘el último dato’. Se trata de la tiranía de lo que está acelerado, desaforado. Así, el hombre suele
estar inmerso en un mundo en el cual debe correr para llegar, debe correr parar estar; en el fondo, debe correr para ser3. Y cuando se está inmerso en estas experiencias que se viven en el límite (limen), es muy frecuente desbordarlo, lo cual conlleva graves consecuencias 4.
En este contexto de aceleración desenfrenada, las experiencias auténticamente humanas, que suelen revelar fragilidad resultan rechazadas 5. La experiencia del fracaso y de la falta, que suponen confrontarse con el no-ser, permitiría vislumbrar, desde la negatividad, algunas características propiamente humanas que hoy son rechazadas. A partir de ellas se puede abrir paso la positividad de la plenitud y del encuentro compasivo y misericordioso. Aquí ingresa el perdón, que es una acción que sólo el ser humano, entre todos los seres creados, puede realizar6. Además, en la doble dinámica de recibir y de otorgar el perdón la exclusividad del hombre es radical y absoluta. Creo que, desde este enfoque, el tema resulta insoslayable y su inserción en la cultura contemporánea, por lo menos problemática7.
2. El drama de la ofensa, el peso de la culpa y la gratuidad del perdón
Por todo lo visto, se puede afirmar que el hombre vive en un horizonte histórico en el cual el perdón está casi ausente. Si el hombre vive inquieto, enfrentado consigo mismo y con sus semejantes, en una lucha - explícita o implícita - en la cual gana quien pueda ser, o al menos se exhiba, como el más fuerte; y si el perdón es un signo que, como ya supo intuir Séneca8, revela fragilidad; y si la fragilidad debe ser desterrada como signo inequívoco de debilidad, es comprensible el desprestigio que sufre el perdón. Ahora bien, la literatura científica, independientemente de su procedencia, coincide en afirmar que donde no hay perdón abunda la experiencia de la culpa9. Pero cabe dar un paso más, pues al tiempo que la sociedad contemporánea experimenta una especie de constante pesar culposo, de tinte metafísico, vitupera la culpa moral10, por considerarla un resabio negativo de la mentalidad religiosa judeo-cristiana11.
En consonancia con la conclusión anterior, tampoco es casual que en el ámbito de los estudios contemporáneos se hayan escrito numerosas obras considerando, prioritariamente, el estudio de
la culpa 12. Por contrapartida, la bibliografía editada en torno del tema del perdón posee un volumen inferior 13; además, se restringe principalmente a su tratamiento teológico o histórico-religioso 14. Por ello, es necesario que la ética contemporánea aborde, en sede filosófica, el estudio de la ofensa y del perdón 15.
Si consideramos la relación de los conceptos culpa-perdón atendiendo a la doctrina de los trascendentes presente en Santo Tomás de Aquino 16, cabe elaborar la siguiente analogía. Es lugar común de la doctrina del aquinate afirmar que el ente y el bien son convertibles (ens et bonun convertuntur)17, por lo que algo en la medida que posee ser, posee bien 18. Refiriéndonos al objeto de nuestra investigación, podemos afirmar - en sintonía con la literatura científica - que perdonar supone el lugar de la riqueza y de la densidad de sentido. Así, el perdón es un fenómeno que exhibe una valencia positiva, por lo que podríamos localizarlo en la línea del ser. En cambio, la culpa aparece en el contexto de la vivencia de una falta, revela algún tipo de carencia, se presenta como un vacío, como una mancha 19. Se trata de un peso de valencia negativa 20. Nos encontramos aquí ante la paradoja de una presencia aparente, puesto que se ‘vivencia’ un algo pero que es más bien una carencia, un no-algo. Así, la culpa está relacionada con características vinculadas a lo que la tradición occidental concibe bajo el concepto de falta o de pecado 21. Como señala Paul Ricoeur, «la conciencia de culpabilidad constituye una verdadera revolución en la experiencia del mal: lo que aparece en primer plano no es ya la realidad de la mancha, la violación objetiva de una prohibición, ni la venganza consiguiente a esa transgresión, sino el mal uso de la libertad, sentido en el fondo del alma como una disminución íntima del valor del yo»22. Por lo tanto, siguiendo la enseñanza de Tomás de Aquino 23, y en consonancia con experiencias vitales que describen varios autores contemporáneos 24, podemos ubicar la experiencia de la falta y de la culpa, en tanto experiencia del mal, en la línea metafísica del no-ser, de la negatividad presentándose de modo asimétrico 25 respecto del perdón, que se ubicaría en la línea del ser o positividad, por cuanto supone una mayor constelación de sentido. Por lo tanto, así como hay una asimetría metafísica entre la línea del ser (bonum metafísico) y la del no-ser (malum
metafísico), habría cierta asimetría, atendiendo a la metafísica de la persona, ontológico-personal entre la ofensa y el perdón 26. Pero hay que afirmar que la asimetría es entre la ofensa y el perdón, no entre el la persona que ofende y la persona que perdona; quienes están unidos por una misma dignidad irrenunciable.
En consecuencia, la ofensa y el perdón constituyen la expresión - en clave antropológico-metafísica - de un drama vital y conceptual a la vez, al que la filosofía - y no sólo ella 27 - siempre se ha enfrentado: el mal. Sólo que ahora, en lo que su estudio supone de historicidad y facticidad, presenta nuevas aristas. En efecto, hay expresiones y planteos contemporáneos en los cuales el mal pierde su profundo sentido dramático porque se convierte en un constitutivo esencial del ente finito, como hemos visto más arriba, identificado con su límite 28. De donde el camino hacia las posturas inmanentes del nihilismo o el monismo resultan obvias, pues ambos extremos poseen en común la consideración de todo límite como algo artificial, que constriñe y reprime los impulsos vitales.
En este contexto, considero que el estudio del perdón, en su dimensión más profunda, pretendiendo dar un paso más allá de su consideración bajo perspectiva de estudio ético-moral 29, nos sitúa, en su horizonte ontológico-metafísico, ante las puertas del mal, expresado - en términos contemporáneos 30 - como mal radical 31 o como banalidad del mal32.
Entonces, habiendo asumido algunos conceptos que tienen su origen en la filosofía cristiana, pero que también son patrimonio común de la cultura occidental, podemos afirmar que el hombre, de algún modo, a través de la ofensa puede introducir una grieta, una cierta carencia y deficiencia en la riqueza ontológica de la realidad y del bien. Sin embargo, podrá el perdón, de algún modo, es una acción re-creativa pues restituye algo de aquella carencia que acaece. Cabe interrogarse sobre la posibilidad de un pensar filosófico que, asumiendo los componentes de falibilidad, fragilidad y vulnerabilidad propios de la persona humana, no se identifique con el pensiero debole 33. Tal vez, en la tarea de asumir y admitir nuestra fragilidad ¿no residirá el inicio de una fecunda, profunda y enriquecedora experiencia de seguridad? Entonces, ¿no será
desde esta perspectiva que se pueda elaborar un pensar filosófico que comprenda con mayor delicadeza la finitud, enfocándola desde el pathos, lo patético, lo que se padece y desde las respuestas que caben ser, asumir y obrar desde este plano?
3. El valor del perdón en la sociedad contemporánea
El horizonte cultural que hemos descripto nos permite pensar que no todo encuentro con el fracaso es en sí mismo un mal encuentro. Algunas formas de fracaso pueden irrumpir abruptamente y quebrar la lógica eficientista34. En efecto, la acción de perdonar, como fenómeno que implica una actitud compasiva, supone asumir una realidad signada por la fragilidad. Quien otorga el perdón asume que alguien a quien lo une un intenso vínculo afectivo lo ha herido de modo grave. Podemos decir que toda herida es división por cuanto comporta una grieta que separa la intimidad relacional, o amistad entre las personas 35.
Lo frágil y vulnerable revela los contornos limitantes de las cosas. En efecto, lo frágil es limitado, posee límites que cobran mayor nitidez, justamente, en su fragilidad. Sucede que las cosas frágiles se rompen por su parte más frágil. Por ello, podemos afirmar que, en cierto sentido, el lado más frágil de las cosas constituye su término, su terminis, su ex-terminis, entendiéndolo no sólo en su acepción de demarcación o delimitación geográfico-espacial, sino en el etimológico - de mayor riqueza ontológica - de destrucción 36. Por ejemplo, la zona más esmerilada de una cuerda (allí por donde se romperá si se la somete a una presión mayor que su capacidad de resistencia) no es precisamente su fin o su término, el cual está constituido por sus extremos, sus cabos. Sin embargo, en su virtus, en su fuerza y resistencia, podemos afirmar que el término y el fin potencial de la cuerda se encuentra en su sector más débil, esto es, en su zona esmerilada (la zona más débil de la soga patentiza con mayor nitidez su fragilidad ontológica). Con este ejemplo queremos describir en qué sentido lo frágil de un ente revela el límite y en qué sentido estamos tomando el concepto de «límite». Podemos afirmar que lo limitado revela, de algún modo, la finitud, pues la finitud supone limitación, medida dentro de un limen.
El perdón - y la ofensa anterior que supone -revela la finitud o, más precisamente, es un fenómeno de la finitud. Podemos decir incluso, y en sintonía con las palabras de San Ambrosio, que es un fenómeno típicamente humano. A partir de esta línea argumental, resulta coherente afirmar que el actual contexto cultural, que destierra los fenómenos que revelan la fragilidad, la cual es testimonio de la finitud, asume vitalmente la convicción y la experiencia de concebir la finitud como un mal. También, frente a este horizonte cultural cobra singular relevancia la elaboración de una filosofía que, en sintonía con la inquietud ya presente en el pensamiento clásico, atienda a la patética de lo finito frágil (el perdón supone ese tipo de realidad) como lo más propio del amor humano, como lo más propio de la capacidad humana de ser.
4. El perdón, metafísicamente
considerado, como expresión de la misericordia
La dinámica del perdón supone la existencia de una relación interpersonal. Sólo se ofenden y se perdonan personas en relación. La acción y la pasión son categorías relacionales. Los sujetos se comunican en relación, porque poseen una potencialidad relacional. Lo que se puede relacionar, en el orden predicamental, supone la presencia de una virtus en función de la cual se es capaz de recibir algo que no se posee. Por ello, cabe realizar una hermenéutica del perdón desde la perspectiva de la misericordia, en tanto ella implica un padecer, un pathos compasivo.
La comprensión básica y coloquial de la relación ofensa-perdón interpreta que la ofensa es algo que se hace y el perdón también es, en el marco de la respuesta a esa ofensa, algo que se hace. Así considerado, la ofensa y el perdón serían dos acciones. En cierta medida, esto es correcto y puede ser así asumido en tanto se lo interprete fenomenológicamente, pero a nivel metafísico la ofensa se presentaría como un cierto no-hacer, esto es, una negatividad de la acción humana y el perdón como una patética del ser, que otorga plenitud de sentido a la acción humana.
Por otra parte, el perdón también sería un fenómeno del pathos (passio o padecer) en el sentido de que a través de su vivencia uno se deja invadir por algo de lo real que redescubre en
la persona que causó una herida u ofensa. Desde esta óptica, la iniciativa del perdón no residiría, de un modo absoluto, en quien perdona, sino en el encuentro de ambos 37. Con el concepto pathos del perdón destaco la particular arista compasiva del perdón que impulsa a involucrarse con el otro y lo cual implica asumir de la finitud y de la falibilidad, puestas en evidencia por la ofensa, de quien pasa a ser el prójimo. Todo esto implica, además, aceptar y afirmar la propia vulnerabilidad38.
Por ello, en su nivel metafísico de estudio, la ofensa y el perdón no se presentarían como dos acciones absolutas, terminantemente activas y cerradas en sí, tampoco serían, hablando en sentido absoluto, dos pasiones sin más que impliquen asumir los presupuestos de una espiritualidad quietista o de filosofías que beben en doctrinas fatalistas y necesitaristas, anulando la existencia del libre albedrío. Afirmar el perdón como pathos no se corresponde con el perdón como pasividad, estas son dos características muy distintas. El fenómeno de la pasión se instala como un tertium quid entre el activismo implícito en el perdón entendido como una burda actividad o el negativismo que lo concibe como mera pasividad. Creo que el sustrato relacional que supone el perdón nos habilita a presentarlo bajo esta perspectiva.
En primer lugar, resulta conveniente perdonar por cuanto libera al hombre de la esclavitud del odio y del resentimiento. El perdón restituye la alegría personal que había resultado truncada como fruto de la ofensa y de la opción por el rencor y la venganza. Además, las ofensas de los seres queridos suelen ser numerosas, de donde, también por este motivo resulta conveniente perdonar. Si hiciéramos un análisis económico de la conveniencia de perdonar, descubriríamos que es más eficiente recuperar los vínculos heridos que establecer nuevas relaciones cada vez que una ofensa frustrara una relación anterior ya existente.
Además de los motivos naturales, podríamos expresar - por contrapartida teológica - en la teología cristiana la exigencia de perdonar a los enemigos como condición para recibir el perdón de lo alto. Hannah Arendt, en su estudio sobre la condición humana, ofrece una aguda reflexión: «en nuestro contexto es decisivo el hecho de que Jesús mantenga en contra de los ‘escribas y fariseos’
no ser cierto que sólo Dios tiene el poder de perdonar 39, y que este poder no deriva de Dios -como si Dios, no los hombres, perdonara mediante el intercambio de los seres humanos - sino que, por el contrario, lo han de poner en movimiento los hombres en su recíproca relación para que Dios les perdone también. La formulación de Jesús aún es más radical. En el evangelio, el hombre no perdona porque Dios perdona y él ha de hacerlo ‘asimismo’, sino que ‘si cada uno perdonare de todo corazón’, Dios lo hará ‘igualmente’»40.
Pero, quizá el mejor aporte de Arendt en la temática abordada es su vinculación de la acción humana en el horizonte de la temporalidad. De tal modo que la pensadora propone dos categorías fundantes con las cuales el hombre se hace capaz de dar sentido a su actuar, en el transcurso irremediable, a la vez que incierto, del flujo temporal. Frente a la irrevocabilidad del pasado, el hombre es capaz de otorgar el perdón y frente a la imprevisibilidad del futuro, es capaz de formular la promesa 41.
Así, a través de la acción humana, en el paréntesis de la vida 42, se instalan desafiantes en ese médium de incertidumbre, en el que pareciera que triunfan las figuras de lo imperdonable y de la infidelidad, las facultades del perdón y de la promesa: «la posible redención del predicamento de irreversibilidad - de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo - es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas. Las dos facultades van juntas en cuanto que una de ellas, el perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado, cuyos «pecados» cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación; y la otra, al obligar mediante promesas, sirve para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres»43.
5. La singular recreación través del perdón
A partir de lo visto, se puede afirmar que el verdadero perdón supone un cierto aparecer de
algo que se percibe como nuevo, como un plus de gratuidad, de donación. Esto es lo que entendemos por recreación del perdón o capacidad humana de recrear a través del perdón. El perdón recrea por cuanto accede a un ámbito en el cual ninguna otra potencia humana puede ingresar. Sólo la experiencia vital de esta hermenéutica superaría desde su raíz la lógica mezquina asumida a través del odio, el rencor y la venganza, que hunden al hombre en la experiencia del sin-sentido y de la banalidad del mal. En efecto, el perdón, facilita la realización - en palabras de Ricoeur - del hombre capaz 44, pues permite el inicio de algo nuevo, con lo cual se puede sanear una relación como fruto de haber asumido y acogido, desde un nuevo horizonte de sentido, la finitud del prójimo puesta de relieve en la ofensa. En esta perspectiva, sólo se puede entender el perdón como una acción que cierra el círculo de la ofensa desde la lógica de lo paradojal, pues se cierra lo que, hablando con precisión, nunca tuvo una verdadera apertura, esto es, la nada carente de sentido que aparece con la ofensa. Por lo que el perdón se intelige mejor desde la lógica de la apertura o del desligar que en lugar de la del cierre. Una apertura o desligación que supone una nueva constelación de sentido fundada en la verdadera, a la vez que densa, entidad de lo que es bueno.
Así, el perdón revela la maravilla de dos personas humanas que se reorientan hacia la senda de su plenitud ontológico-moral, pero no porque se ha podido, activamente, cerrar algo, sino porque algo ha sido, a través del padecer, desatado y desligado. Se trata, entonces, de una obra desmesurada que consiste no tanto en «hacer» como en «ser hecho», o en «asumir un cierto no-ser», que se hace presente en la ofensa y que hiere dramáticamente.
No es nuestra intención, al vincular la ofensa a la línea del no-ser, reducir el mal a una dicotomía entre lo válido y lo no-válido 45, subestimando así el drama que se hace presente a través de ella y que alcanza niveles de un exceso que amenaza impedir todo intento de reflexión, incluso comprensivo-cordial. Sin embargo, sí afirmamos que hay una singular potencia del bien, expresada en la aparente impotencia del perdón compasivo.
En efecto, el perdón permitiría al hombre ser moldeado, en un horizonte de desgracias incalificables, de acuerdo con el orden y el lumen de la realidad, en la cual se registran
ausencias dramáticas y carencias reales como fruto de la ‘presencia’ del mal. Por ello, cabría afirmar que en el caso del perdón, no sólo el obrar sigue al ser, sino también que el ser obrado sigue al ser. Conviene precisar este juego de matices semánticos con el que destacamos que el modo humano de actuar no supone un conjunto de actividades cuasi desvinculadas de lo real e interpretadas como si fueran acciones totalmente espontáneas e iniciadas absolutamente desde sí (lo cual conduciría a interpretar la acción humana como un conjunto de respuestas mecánicas e impuestas de modo superficial) y que serían sólo estas acciones las que permitirían comprender el modo humano de ser. Quien interpretara de este modo el principio de espontaneidad característico de la vida perdería de vista otro matiz expresado mejor por la idea de que el ser obrado sigue al modo de ser. Se pretende poner en evidencia la capacidad de respuesta ante una primera afección -expresada por la ofensa - que la realidad genera sobre el ser personal; esto sería lo propio del pathos del perdón. Así, el modo de ser se revela en la estructura dispositiva con la que el sujeto se abre a la realidad, que es el lugar de donde surge la acción humana, esto es desde el padecer 46. Se trataría de expresar así una situación metafísicamente anterior a la que describe la lógica del activismo 47.
Habíamos afirmado que se debe concebir el perdón desde la lógica del pathos, del padecer, entendiéndolo no desde la disyuntiva hacer - no hacer, o desde el fatalismo, sino desde la realidad del donar - padecer, expresada en el asumir. Cabe preguntarnos entonces qué sea lo que se asume en el perdón. Expresado de modo conciso, básicamente se trata de asumir la finitud del otro, la radical contingencia de su ser finito, como una realidad vulnerable y falible, que se hace presente, en su inadecuación48 o en su torpeza 49, a través de la ofensa, pero a su vez sin identificarse absolutamente con ella, pues, la persona es siempre más que la suma de sus predicados 50.
Sólo desde esta óptica se puede comprender su presencia como ser falible que va a fallar en algún momento 51, y que esa falla o falta, en tanto querida por la voluntad, va a constituir una ofensa y una herida para la víctima.
Hemos precisado que el perdón, en su perspectiva metafísica, supone un cierto no-hacer,
esto es un pathos o un padecer, por el cual el sujeto ofendido no pone en la existencia toda la riqueza ontológica de la persona que ofendió (como si se tratara de una acción absolutamente autónoma) sino que este no-hacer implica la asunción compasiva de una realidad personal finita, la del victimario puesto frente a su víctima. Ahora bien, la realización del perdón exige que la víctima deje de estar orientada de modo absoluto hacia la herida causada por la ofensa, lo cual le impulsa a ver al victimario sólo como victimario; y se oriente, a través de la figura de la asunción compasiva de la finitud, a la contemplación del victimario en cuanto persona en todo lo que implica en su real magnitud y dimensión. Ahora bien, para dejar de mirar la nada, lo que de herida hay en la ofensa, no hay - propiamente hablando - que hacer nada, es más bien un dejar de hacer, y para dejar de hacer no se requiere tanto de una acción, como de una predisposición y apertura a la conmoción, a dejarse obrar a través de la figura del padecer.
El perdón, se trata entonces de un dejarse conmover, afectar o padecer por la riqueza de lo real presente en el sujeto personal (victimario) que empieza a ser contemplado, ahora in recto, desde su dignidad finita, y que anteriormente sólo era observado in oblicuo, esto es, desde la perspectiva causal como agente responsable de una ‘acción’ ofensiva. Por ello, sin negar el papel activo inherente a todo obrar humano, es preciso reafirmar, una vez más, que el perdón también es un fenómeno patético 52. Considero que sin esta experiencia fundante, que valora el plano de la pasión en el obrar humano, el perdón sólo sería comprendido desde la lógica del activismo, resultando los perdones así efectuados signos de violencia metafísica, para con uno mismo y para con los demás, por cuanto se pretendería que fuera la misma acción de quien perdona la que creara
o reestableciera, por así decirlo, la dignidad del victimario53. Considero que esta postura supondría la esterilización de la riqueza contenida en el perdón por cuanto la figura de restituir en la dignidad a quien ha sido el victimario significa su recuperación o redescubrimiento a través de la reubicación en el punto central de contemplación de aquello que constituye su dignidad más profunda e inviolable.
Conviene precisar una compleja relación que nos acompaña desde el inicio de nuestra reflexión,
me refiero a la que hay entre dignidad humana y perdón, a fin de determinar el rol que juega respecto de la ofensa. En un primer momento se podría pensar que el victimario vulnera la dignidad de la víctima al perpetrar la ofensa. Si bien, en algún sentido la ofensa puede herir la dignidad de la víctima, quien realmente resulta vulnerado, y esto es otra condición paradojal de la ofensa, es el mismo victimario. En efecto, «la dignidad del hombre es inviolable en el sentido de que no puede serle arrebatada desde fuera. Sólo uno mismo puede perder la propia dignidad. Los demás solamente pueden vulnerarla no respetándola. Quien no la respeta no quita al otro su dignidad, sino que pierde la propia».
Esto nos permite iluminar en qué sentido la recreación por el perdón restituye la dignidad del victimario sin por ello caer en el peligro, que ya hemos advertido, del pseudo perdón o perdón falaz que planta una disimetría o fijación a través del cual se sella la definitiva falta de realidad del victimario, impidiéndole que sea capaz de reparación. A través del perdón la víctima reubicaría como centro de atención la dignidad dañada del victimario; este redescubrir es un recrear real - pues la descubre efectivamente como siendo - negar esto supondría que ese aparecer de la dignidad es una mera autosugestión creada por la psiquis sin ningún sustrato real.
La ofensa hizo que la dignidad del victimario dejara de ser lo primero conocido por la víctima mientras ésta estaba sufriendo la herida generada por el desgarro interior que causó la ofensa. En este sentido, la víctima no se hacía lo otro en cuanto otro sino que al focalizarse en la ofensa se hacía lo otro en cuanto lo que tenía de no-otro, de no-propio.
Esta restitución no puede residir de ningún modo en una propiedad exclusiva de quien otorga el perdón sino que es una sinergia - un plus -que se provoca por el encuentro interpersonal del victimario arrepentido y la víctima que comparte el perdón. Esto es lo que constituiría el eje conceptual de la reconciliación. El que perdona coadyuva - desde el padecer - en la restitución de lo que, si bien puede estar empañado, nunca ha dejado de existir, me refiero a la dignidad esencial que posee el victimario. Por ello, cabe afirmar que aquí sucede algo que importa el carácter de lo maravilloso pues, a través del cierto no-hacer del perdón se nos
revela algo nuevo, como una especie de plus de realidad: «El verdadero perdón presupone una ofensa real. Tiene un carácter de reparación. Su singular significación moral reside en que es una especie de creación. A diferencia de la aceptación originaria de la subjetividad ajena, el perdón contribuye a permitir que se haga real aquello que se acepta. De ahí que la emancipación del ser idéntico de la pasividad que encierra la afirmación “así soy yo”, sólo sea posible con la ayuda del otro, que en el acto de perdón dice: “no, tú no eres así”»54.
Para mejor inteligir esta especie de creación encontramos algunos textos del Aquinate que pueden orientarnos. En efecto, Tomás de Aquino, comentando al Pseudo Dionisio, apela a la perspectiva causal para distinguir el amor humano del amor divino: «También se encuentra en el celo y en el amor humano otra condición por la cual difiere del (amor) divino: el amor, y de igual manera el celo, son causados en nosotros por la belleza y la bondad; pues, una cosa no es bella porque nosotros la amamos, sino que nosotros la amamos porque es bella; pues, nuestra voluntad no es causa de las cosas, sino que es movida por ellas; la voluntad divina, en cambio, es causa de las cosas y por esto su amor hace bueno lo que ama y no al revés; porque su bondad mueve a Él mismo en sí mismo, lo que no hace la nuestra»55. Aplicando esto a nuestra línea argumental, resulta evidente que, en el orden de lo finito, el amor de la víctima hacia la persona humana del victimario supone su existencia y su bien como fundante y anterior a la acción del perdón. Según este comentario de Tomás a Dionisio (nuestra voluntad no es causa de las cosas sino que es movida por ellas), es evidente que «in recto», esto es, como posición plena en lo real, la voluntad humana «no crea nada», sin embargo, «in oblicuo» considero que cabe fundar la dinámica del perdón en un re-crear propiciado por un cierto hacer bueno lo que se ama, que constituye una especie de creación.
Además, encontramos otros textos de Santo Tomás en los cuales pareciera que, el amor del hombre si bien no causa totalmente el bien de las cosas lo presupone totalmente o al menos en parte. Considero que la hermenéutica de esos textos nos permitiría interpretar analógicamente
que el perdón expresado en el amor podría de algún modo hacer bueno lo que ama: «Pues, como el bien de la criatura proviene de la voluntad divina, cuando el amor de Dios quiere el bien de la criatura se produce en ésta un bien real. En cambio, la voluntad humana es movida por el bien que preexiste en las cosas, y por eso el amor del hombre no causa totalmente el bien de las cosas, sino que lo presupone, al menos en parte (ya en parte o ya del todo)»56.
Considero válida una hermenéutica según la cual se podría afirmar que el perdón, expresado en el amor, del hombre si bien es verdad que no causa totalmente el bien de la persona que ha sido perdonada, sino que lo presupone, lo presupone en parte, por lo que sería válido interpretar que la otra parte la estaría recreando participadamente a través del amor expresado en el perdón. En efecto, la expresión «al menos en parte», de carácter un tanto críptico, podría estar implicando que de algún modo el hombre «pone algo» que le permitiría -participadamente - «causar el bien de las cosas», no en el sentido de una acción que cree algo, al modo de causa eficiente, sino en el sentido de una compasión, es decir no desde la lógica del activismo y del hacer, sino desde la lógica del asumir el cierto no-ser que se revela en la falta, y desde esa nada restituir al victimario en su dignidad, superándolo del drama del remordimiento y del fecisse 57, esto es de la perpetuación de la persona que perpetró la ofensa en su estatuto de victimario.
Sin embargo, esta descripción no resulta todavía suficiente por cuanto la sentencia emitida al perdonar que afirma: «tú no eres así», podría estar implicando una benevolencia dirigida hacia una identidad abstracta y no a una naturaleza determinada de un modo específico en su horizonte concreto. Una valoración de la persona como unidad exige un perdón total expresado a una persona vinculada a un hic et nunc con el cual guarda singular intimidad58. «Así, pues, el perdón no separa in abstracto la identidad del otro de su específico modo de ser fáctico. El verdadero perdón afirma, por el contrario, la naturaleza del otro y restaura su humana teleología. El perdón descubre incluso en la acción negativa aquella posibilidad positiva cuyo envilecimiento dio lugar a la acción. El perdón no exige al otro que se desprecie a sí mismo ni su específica condición natural sino que la descubre»59.
Una vez que la persona perdonó, de un modo completo y lo más perfecto posible, logra percibir como algo realmente nuevo, y no como una mera proyección de su psiquis, la riqueza del sujeto personal al que está observando amorosamente. Por ello, si negáramos la realidad metafísica del perdón sólo podríamos concluir que el perdón se presenta simplemente como un mecanismo de proyección psicológica que intentaría barnizar de sentido el radical sin-sentido de una realidad en la cual el mal es la misma finitud, tanto propia como ajena. En este contexto, el intento de esbozar una metafísica del perdón quedaría reducida a ser un estudio psicológico de los componentes patológicos (negación de la realidad y de la ofensa) presentes en el perdón.
Por otra parte se produciría la clausura de la subjetividad humana sobre sí misma, quedando ésta presa del horizonte intrahistórico, por cuanto la lógica necesaria del mal, introducido por la ofensa, se desencadenaría sin posibilidad de ruptura impidiendo toda perspectiva de liberación60.
Cabe mencionar, además, que los testimonios de quienes se descubren genuinamente perdonados suelen ser relatos asociados con experiencias de sanación y de liberación, que suponen características vinculadas a una especie de metanoia o transformación muy vinculada a la figura del renacer 61 y por las que el victimario pareciera descubrirse como un ser re-creado.
Podemos afirmar, entonces, que quien perdona descubre que por una cierta participación en el bien su no-hacer o asumir permitió una cierta re-creación, pues no siendo la intención directa de quien otorgó el perdón «hacer buena» a la persona perdonada, descubre que, indirectamente, por el don del perdón el victimario se le hizo presente bajo un nuevo modo de ser.
Cabe concluir con la aguda reflexión de Robert Spaemann, quien no duda en afirmar que el perdón constituye un acto creador, que le permite al hombre trascender su situación fáctica: «El perdón es el signo de la persona complementario a la persona. Ambos establecen una diferencia entre la identidad personal y la esencia fáctica en el tiempo. La promesa permite a la identidad independizarse de su sujeción a la facticidad. El perdón vuelve a realizar contrafácticamente la independencia. Es un acto creador en un sentido eminente»62.
6. La actitud realista que exige el perdón genuino
En la introducción habíamos mencionado la exaltación de la eficiencia y la erradicación de aquellas experiencias que pudieran atentar contra ella, en especial las que revelan fragilidad o vulnerabilidad, como una de las notas características de la sociedad contemporánea o hipermoderna. Habíamos señalado, también, que el perdón, en tanto supone asumir una ofensa, se presenta como un sinónimo de fragilidad-vulnerabilidad. Habíamos señalado también que vivimos en sociedades que encuentran difícil realizar actos de perdón.
Luego del desarrollo de este parágrafo, podemos comprender la íntima conexión entre la experiencia vigente en la cultura actual, señalada por la sociología, y la noción filosófica - de corte individualista - de la libertad concebida como capacidad de desligación que subyace al pensar y al actuar eficientista. Resulta claro entonces que una sociedad individualista será una sociedad a la que le resultará difícil realizar genuinos actos de perdón, por cuanto ella no posee los elementos conceptuales necesarios para poder valorarlo en toda su dimensión. En este contexto, en una realidad vaciada de significación 63, el perdón queda empobrecido y reducido a un mero convencionalismo y uso social. Por ello podemos afirmar que sin la comprensión de la estructura relacional de la persona humana el perdón como tal pierde su razón de ser, pues el otro, «sujeto» básico casi indispensable de la dinámica tanto de la ofensa como del perdón, juega un papel protagónico que sólo puede ser valorado correctamente desde un pensar vincular 64.
Para terminar, podemos afirmar que el matiz relacional que se revela en la capacidad de iniciativa creativa que supone el perdón (frente a la lógica reactiva repetitiva de la venganza) 65, como capacidad de vincularse intersujbetivamente, sería el ámbito por excelencia en el cual se pone en evidencia la dinámica de la estructura fundamental del ser humano como un ser-de, ser-para y ser-con. Quedan así esclarecidas las bases de la íntima unión entre el perdón y la libertad humana, en tanto participan de una realidad relacional.
En síntesis, frente al idealismo que implica la ofensa (en tanto supone la idea de que el mundo se rija según los caprichos y arbitrariedades de la
subjetividad victimaria) y frente al idealismo presente en el resentimiento (que supone la abstracción perpetuada de un suceso del pasado, convertido en una idea fija recurrente que toma forma en el eterno presente psicológico del resentido) puede afirmarse con todo vigor que «para perdonar hay que ser realista»66.
7. Hacia una cultura del perdón
Es lugar común de la filosofía afirmar que
lo semejante busca lo semejante 67. Esta sentencia, evitando su reducción a una lógica de la mismidad 68, constituye una clave interpretativa para analizar el perdón. Habíamos visto que la misericordia supone la capacidad de asumir la miseria del victimario. Por lo que la compasión 69, la capacidad de la víctima de padecer no sólo el sin-sentido de la herida causada por la ofensa en sí mismo, sino también cómo la padece el victimario es lo que posibilita el perdón en su realización más perfecta.
La compasión, como causa dispositiva del perdón presenta una condición paradojal pues al tiempo que revela, por el carácter adventicio de la ofensa, que la iniciativa no está absolutamente en quien decide perdonar, supone también una cierta capacidad de respuesta por la cual la víctima puede iniciar una puesta en el bien de esa relación herida por el drama de la ofensa. Se produce así, por esta vis unitiva del amor, una cierta semejanza entre el corazón misericordioso y el corazón miserable. Esta capacidad de padecer con el otro, es lo que constituye la figura de la asunción de la finitud en su expresión falible. Por lo tanto el pathos del perdón, que ya hemos analizado, supone «hospedar» la finitud del otro, finitud que se muestra en la deficiencia del mal que la ofensa perpetró. Perdonar supone asumir que el mal es posible y que el otro, al igual que uno, no es perfecto sino imperfecto. Finalmente, se puede afirmar que la figura que se revela en el significado de hospedar al otro en su finitud deficiente, puesta en obra por el perdón genuino, es el modo finito de intentar redimir el mal a través de la misericordia, pues como afirmara Luigi Pareyson, sólo en el dolor se puede vencer el mal. La misericordia revela la humanidad del hombre, restituyéndolo en la unidad de una relación que la herida de la ofensa fisuró. Así, el corazón miserable es un corazón de carne, un corazón donde no hay razones sino dolor, donde no hay explicaciones, sino acogimiento.
En cierto sentido, la comprensión del perdón, en la actualidad, pivotea entre dos extremos que impiden su genuina dilucidación: por un lado, el de su banalización, a través de la pérdida de su significado, y, por otro, el de su desaparición como realidad que pueda tener injerencia en el ámbito personal y, menos todavía, en el ámbito público de la sociedad contemporánea. La presente investigación estuvo guiada por el intento de ampliar el margen entre esos dos extremos, a fin de poner de anifiesto la relevancia del perdón para la comprensión del ser humano.
1 San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae,
19, 7.
2 La sociología contemporánea apelan al concepto de biografías en la cuerda floja (Beck). «Vivir y tener una vida propia significa, pues, que las biografías se vuelven biografías electivas, biografías ‘hágalo usted mismo’, biografías de riesgo, biografías averiadas. Incluso detrás de una fachada de seguridad y prosperidad, las posibilidades de resbalar y venirse abajo están siempre presentes, al acecho. De ahí el aferrarse y el miedo incluso en las capas medias de la sociedad, que aparentan cierta prosperidad». Beck, Ulrich - Beck-Gernsheim, Elisabeth, La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas, Barcelona, Paidós, 2003, p. 72. Véanse Bauman, Zygmunt, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Madrid, Siglo Veintiuno, 2003; Cohen, Daniel, Nuestros tiempos modernos, Barcelona, TusQuets, 2001.
3 Al definir estas características como propias de la época ‘actual’, no las estamos reduciendo al último lustro. Por ejemplo, el filósofo esloveno Milan Komar decía en el año 1967 que «hay muchas corridas, suceden muchas cosas y nadie encuentra a nadie. La gente no para. (...) Donde suceden muchas cosas, nadie se sienta, entonces nadie piensa, no se comprende nada, no se contempla nada, no se encuentra nada. El hombre, en cambio tiene la mano tendida, es decir, espera, pero esa espera puede permanecer tendida hasta la muerte». Komar, Emilio, El tiempo y la eternidad. Lecciones de Antropología Filosófica. 1967, Buenos Aires, Ediciones Sabiduría Cristiana,
2003, p. 475.
4 Son sabias las palabras de San Cirilo de Alejandría: «Bien pronto harán lo que no está permitido los que hacen todo lo que está permitido». Cirilo de Alejandría, Pedagogo, 1, 2 c. 1, de inspiración bíblica quizá: «El que ama el peligro caerá en él», Ecles. 3, 26. En similar orientación, Umberto Eco presenta una
aguda reflexión, histórico-social y filológica de la noción de límite: véase, Eco, Umberto, Los límites de la interpretación, Barcelona, Lumen, 1992, p. 49-55.
5 Ante esta situación, cabe pensar que el triunfo cultural del superhombre nietzscheano quizá no sea una prerrogativa exclusiva de la Alemania nazi.
6 Desde una cosmovisión creacionista San Ambrosio se pregunta por qué tras la caída de los ángeles Dios decide crear al hombre y la respuesta que da es que «Dios quería tener trato con seres a los que pudiera perdonar». Véase Sant’Ambrogio, Opere esegetiche 1.1 sei giorni della creazione (Exameron), Roma, Milano, 1979. Introduzione, traduzione, note e indici di Gabriele Banterla, p. 365 y ss.
7 «Posiblemente sea este carácter de gratuidad, de don absoluto que acompaña al perdón, una de las dificultades fundamentales para que éste se convierta en un referente moral significativo en nuestra sociedad, marcada por las relaciones instrumentales y utilitaristas, donde la gratuidad y la donación desinteresada se han recluido a los ámbitos más privados, se las hace objeto de consumo mediático o prácticamente han desaparecido». Bilbao, Galo (et. al.), El perdón en la vida pública, Bilbao, Universidad de Deusto, 1999, p. 27.
8 El pensamiento estoico pregona el cultivo, como virtud, de la clemencia pero no del perdón. «El sabio está dispensado del esfuerzo meritorio, del sacrificio desgarrador que permiten a los ofendidos superar la ofensa; para ese hombre invulnerable, casi nada acaece ni se produce; las injurias del ofensor no le alcanzan siquiera. Nadie espera encontrar el verdadero perdón en las Disertaciones de Epicteto: para este estoico altivo, acorazado de ataraxia, de analgesia y de apatía, el instante dramático no desempeña casi ningún papel; las heridas son para el sabio más insignificantes que arañazos, apenas si percibe su existencia. Desdeñando el mal y la maldad, la clemencia minimiza la injuria; al minimizar la injuria, hace inútil el perdón. (...) La clemencia, que no implica acontecimiento determinado alguno, tampoco es una verdadera relación con la ipsidad del otro. En resumen: casi nada que perdonar y casi nadie tampoco a quien perdonar. (...) La clemencia es un perdón sin interlocutor: por eso el clemente no pronuncia la palabra perdón para un verdadero compañero de carne y hueso. Ese cara a cara es una soledad, ese diálogo un soliloquio, esa relación un solipsismo». Jankélévitch, Vladimir, El perdón, Barcelona, Seix Barral, 1999, p. 13-14.
9 Véanse, Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, Madrid, Taurus, 1969; Sigmund, Freud, «El yo y los vasallajes del yo» (1923), en El yo y el ello. Tres ensayos sobre teoría sexual y otros ensayos, Barcelona, Orbis, 1984; Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, 9a ed., Madrid, Alianza, 1982; Petit,
François, El problema del mal, Andorra, Casall y Vall, 1959; Winnicott, D.W., «El psicoanálisis y el sentimiento de culpabilidad» (1958), en El proceso de maduración en el niño. Estudios para una teoría del desarrollo emocional, Barcelona, Laia, 1981; Rahner, Karl, «Culpa y perdón de la culpa como región fronteriza entre la teología y la psicoterapia» (1953), en Escritos de Teología, Tomo II, Madrid, Taurus, 1961; Bitter, Wilhelm, El bien y el mal en psicoterapia, Salamanca, Sígueme, 1968; Bitter, Wilhelm, Angustia y pecado: aspectos teológicos y psicoterapéuticos, Salamanca, Sígueme, 1969; Fromm, Erich, Psicoanálisis y religión, Buenos Aires, Psique, 1967.
10 «Como dice Macquard, «la modernidad está aquejada de un oculto delirio de inocencia: todos se sienten víctimas». (...) Si esto es así, ciertamente se puede afirmar que hoy no existe necesidad de perdón porque, entre otros motivos, ha desaparecido el sentimiento de culpa (¿acaso se lo considera vinculado a una mentalidad religiosa?), se ha desvanecido la responsabilidad personal y no hay culpabilidad moral, no hay posibilidad de perdón». Bilbao, Galo (et. al.), PVP, p. 23.
11 Así lo expresa Racionero quien parece identificar reductivamente toda culpa con el complejo de culpabilidad: «El complejo de culpabilidad es el sofisma previo en que se basa el autoritarismo de la cultura judeo-cristiana; una de sus consecuencias es la expresión sexual; otra, la actitud de antagonismo respecto de la naturaleza. El complejo de culpa es la gran trampa de la cultura judeo-cristiana, el sofisma que tiene atenazado y confundido al subconsciente colectivo de Occidente. Los psicoanalistas dedican la mayor parte de sus horas a deshacer las neurosis creadas por este monstruo verde y viscoso de la culpa que vive agazapado en los cerebros y sorbe en remordimientos las energías que podrían ir a la vida y mueren autodestruidas antes de llegar a la acción». Racionero, L., Filosofía del Underground, Barcelona, Anagrama, 1977, p. 117.
12 Véanse: Castilla del Pino, Carlos, La culpa, Madrid, Revista de Occidente, 1968; Aranda Aznar, José, La culpa, Madrid, Saltés, 1979; Gerhard, Otte, Culpa y pecado, en Larriba, Jesús (coord.), Derecho y moral, Madrid, Ediciones SM, 1986; Grinberg, León, Culpa y depresión, Madrid, Alianza, 1983 y Marliangeas, Bernard Dominique, Culpabilidad, pecado, perdón, Santander, Sal Terrae, 1983. En filosofía no podemos dejar de mencionar Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, Madrid, Trotta, 2004.
13 Hay algunos estudios clásicos que merecen citarse: Jankélévitch, Vladimir, El perdón, Barcelona, Seix Barral, 1999; Jankélévitch, Vladimir, Philosopie Morale, París, Flammarion, 1998. También Wiessenthal, Simon, Los límites del perdón. Dilemas éticos y racionales de una decisión, Barcelona, Paidós, 1998;
y más recientemente hay un penetrante estudio, desde la fenomenología, de Crespo, Mariano, Das Verzeihen: Eine philoshophie Untersuchung, Heidelberg, Universitätsverlag C. Winter, 2002; hay traducción española: Crespo, Mariano, El perdón. Una investigación filosófica, Madrid, Encuentro, 2004. Sin embargo la circulación de estas obras quedó fuertemente circunscrita al ámbito académico, no así las vinculadas con la temática de la culpa, las cuales gozan de una mayor divulgación.
14 En rigor a la precisión, cabe destacar el impulso que se generó en la temática con motivo del jubileo del último año jubilar. El periódico del Vaticano, L ’Observattore Romano, publicó numerosos artículos al respecto. Asimismo, véase Laffitte, Jean, El perdón transfigurado, Madrid, Eiunsa, 1999.
15 Respecto de la dificultad de elaborar una teoría en torno del tema del perdón, Ricoeur destaca: «El perdón, si tiene sentido y existe, constituye el horizonte común de la memoria, de la historia y del olvido. Siempre en retirada, el horizonte huye de la presa. Hace el perdón difícil: ni fácil ni imposible. Pone el sello de la inconclusión en toda la empresa. Si es difícil darlo y recibirlo, otro tanto es concebirlo. La trayectoria del perdón tiene su origen en la desproporción que existe entre los dos polos de la falta y del perdón». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 585.
16 Véase, De Veritate, q. 1, a. 1 c.
17 Tomás de Aquino, Suma Teológica III, q. 10, art. 3 c. Santo Tomás utiliza siete veces esta expresión, según su relevamiento en el Index Thomisticus. Cabe destacar el artículo de Crosby, J.F., «¿Son Ser y Bien realmente convertibles?», en Revista Diálogo Filosófico, Madrid, Encuentro, Año 6, n° II, 1990, p. 170-194.
18 «En las cosas tanto tiene de bien cuanto tiene de ser, pues el bien y el ente se convierten». Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 18, a. 1 c. También ST, I, q. 5, a. 1.3; q. 17 a. 4 ad 2. En el plano de las acciones humanas, afirma el Aquinate que sucede algo análogo «hay que decir que toda acción tiene tanto de bondad cuanto tiene de ser, pero, en la medida que le falta algo de la plenitud de ser que se debe a una acción humana, en esa medida le falta bondad, y así se dice que es mala». I, q. 18, a. 1.
19 Cabe prestar atención a las finas disquisiciones de Paul Ricoeur, y destacar que en ese plano de estudio «culpabilidad no es sinónimo de falta», sin embargo, en esta introducción, tomamos los conceptos en su sentido coloquial donde interactúan con mayor libertad semántica. Véase Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, p. 365.
20 «Lo esencial de la culpabilidad está contenido ya en germen en esa conciencia de verse ‘cargado’, abrumado de un ‘peso’. Eso es lo que fue y será
siempre la culpa: el mismo castigo anticipado, interiorizado de la mancha misma, a pesar de la exterioridad radical del mal, la culpabilidad es un momento contemporáneo de la mancha». Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, p. 367.
21 Nos permitimos la introducción de este concepto, que tiene su esfera propia de estudio en la teología, por cuanto la filosofía contemporánea lo incorpora, pero atendiendo a su estudio desde la perspectiva filosófica. Safranski, en su estudio acerca del mal y comentando a San Agustín afirma: «El hombre puede denegar la obediencia, pero entonces todo se precipita en el desorden. El hombre, que ya no obedece a Dios, tampoco puede obedecerse a sí mismo. Sólo entonces entran el alma y el cuerpo en una relación de enemistad. La esencia humana se encuentra con una insurrección interna, brama en ella una especie de guerra civil. El hombre no quiere lo que puede, y no puede lo que quiere. Ve algo hermoso, pero no puede alegrarse en ello, dejando que sea como es. Lo apetece y se siente impulsado a incorporárselo. Ama algo y lo destruye, pues lo quiere dominar. Se angustia a sí mismo. Busca al otro hombre y lo convierte en su enemigo. Anda errante en un mundo al revés, y el horizonte al que se dirige se le aleja. No encuentra reposo. La caída de Dios es ‘pecado’. Ahora bien, el pecado no consiste propiamente en cada prevaricación moral en particular, sino en la descomposición de la naturaleza humana como consecuencia del alejamiento de Dios. Es un defecto de ser por causa de un voluntario cerrarse en sí mismo frente a Dios. Pecado es la estupidez superior de los expertos en realidad. En el pecado el hombre traiciona y se juega su capacidad de trascender». Safranski, Rüdiger, El mal o el drama de la libertad, Barcelona, TusQuets, 2000, p. 52.
22 Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, p. 368. Continúa diciendo este autor: «Por un lado, el sentimiento de pecado es ya de por sí sentimiento de culpabilidad; la «culpa» es ya de por sí el peso mismo del pecado: es la sensación de haber roto con la fuente manantial; en este sentido, la culpabilidad es la realización de la interioridad del pecado». Ricoeur, Paul, Finitud y culpabilidad, p. 369.
23 En el cuerpo del primer artículo de las Cuestiones disputadas sobre el mal, Santo Tomás indaga «si el mal es alguna cosa» (quaeritur an malum sit aliquid), afirmando que «el mal puede entenderse de un modo, como lo que es sujeto del mal, y en este sentido, éste es algo; de otro modo, puede entenderse como el mal mismo, y en este sentido, éste no es algo, sino que es la privación misma de algún bien particular». Continúa argumentando que «el bien propiamente es algo, en cuanto que es apetecible», sin embargo, «el mal se dice de lo que se opone al bien, de donde, es conveniente que el mal sea lo que se opone a lo
apetecible, en cuanto que es de este modo. Mas, es imposible que éste sea algo», Tomás de Aquino, De malo, q. 1, a. 1 c.
24 Esta idea de asimetría también la, desde la experiencia de su ausencia, Jean Baudrillard: «Ocurre una vez más como en la microfísica: es tan imposible calcular en términos de bello o feo, de verdadero o falso, de bueno o malo, como calcular a la vez la velocidad y la posición de una partícula. El bien ya no está en la vertical del mal, ya nada se alinea en abscisas y en coordenadas». Baudrillard, Jean, La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, 2a ed., Barcelona, Anagrama, 1993, p. 12. Véase en la misma obra, el capítulo titulado «Pero ¿Dónde se ha metido el mal?», p. 90-97.
25 Jacques Maritain fue quien ha insistido más agudamente, en el tomismo contemporáneo, en torno de este principio de asimetría entre la línea del ser y la del no-ser: «La perspective doit être renversée, il nous faut penser en termes de nihil au lieu de penser en termes d’esse». Maritain, Jacques, Court Traité de l'Existence et de l'Existant, París, Paul Hartmann, 1947, p. 148.
26 «El perdón sólo alcanza plenamente su fin con la reconciliación. Y cesa cuando ésta ha tenido lugar. Hace desaparecer la asimetría, que es su supuesto, y restablece la igualdad de la aceptación recíproca». Spaemann, Robert, Personas. Acerca de la distinción entre «algo» y «alguien», Pamplona, Eunsa, 2000, p. 224.
27 «Ningún tema como el mal, fuera del amor y de la muerte, suscitó tantas construcciones simbólicas. Lo que sigue siendo filosóficamente instructivo es el tratamiento narrativo de la cuestión del origen en el que el pensamiento puramente especulativo se pierde hasta el fracaso». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 604.
28 Afirma Sciacca: «...el sentido del límite no es dado al hombre sólo negativamente, por el “no-ser” el esto o aquello, por lo que le falta - como si, teniéndolo, pudiera llegar a ser “más” que hombre y estando privado de ello fuera “menos” que su ser, pretensión ésta de ser “otro ente” y, por esto, “tentación” de rechazo de sí mismo o hacia lo bajo (por debajo de su ser) o hacia lo alto (por encima) -, sino que le es dado, ante todo, positivamente por lo que es, y es un ente pensante finito constituido por la dimensión infinita del ser, objeto, como Idea, de la inteligencia. Por tanto, el no ser del hombre absolutamente no es una carencia intrínseca a su ser, una “mengua” tal que lo lance, por soberbia o rabia, por debajo de sí mismo; sólo significa que no es Dios y que es por Dios, pero es todo el ser que le compete; por esto, ante todo le compete a su ser, que no es el ser de Dios, ser en relación a Dios. Pero decir que al hombre o a otro ente le falta ser el principio de sí mismo, es decir, ser absolutamente, es
decir que no le falta nada; en efecto, como ser finito no puede ser absolutamente y, si lo fuera, sería Dios, dejaría de ser lo que es. Del mismo modo no tiene sentido decir que al hombre le falta la inmortalidad en la tierra o la libertad absoluta, etc., en cuanto no son de la competencia de su ser; si las poseyese, sería otro ser. En pocas palabras: el límite es el constitutivo ontológico de todo ser y, como tal, no es ni una deficiencia ni una imperfección. Por tanto, no hay mal en lo que todo ente es en sus límites, pero es mal la corrupción de su ser o de su “bondad”; y es corrupción del hombre la ruptura del vínculo dialéctico consigo mismo, con las cosas, sus semejantes y Dios, es decir, el desconocimiento del ser y de su orden: el mal es desviación respecto del ser, el rechazo o violación del límite, que es el signo de la inteligencia». Sciacca, Michelle Federico, El oscurecimiento de la inteligencia, Gredos, Madrid, 1973, p. 34. La itálica es mía.
29 Creo que Heidegger, en la analítica del Dasein supo ver este sustrato ontológico respecto de la culpa, sin embargo, obvió su estudio acerca de la realidad del perdón: «Un ente cuyo ser es cura (cuidado) no sólo puede cargarse con una deuda fáctica, sino que es deudor en el fundamento de su ser, ‘ser deudor’ que suministra radicalmente la condición ontológica indispensable para que el ‘ser ahí’ pueda hacerse deudor, existiendo, fácticamente. Este esencial ‘ser deudor’ es con igual originalidad la condición existenciaria de posibilidad del bien y el mal ‘moral’, es decir, de la moralidad en general y de las formas de la misma fácticamente posibles. No puede definirse el ‘ser deudor’ original por medio de la moralidad, porque ésta lo presupone ya para darse ella misma». Heidegger, Martin, Ser y tiempo, 5a ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 311.
30 Para un estudio histórico-filosófico, véase Safranski, Rüdiger, El mal o el drama de la libertad, 2000.
31 Nos referimos a aquellos planteos que renuncian a la posibilidad de un desarrollo de cierto rigor conceptual frente al drama del mal: «Es necesario renunciar a la búsqueda de una respuesta especulativa a la cuestión del mal, porque esta cuestión procede de un acto y una respuesta que no estuviese implicada en este acto sería contradictoria: la conciencia no inicia su proceso más que dándose el principio que la condena». Narbert, Jean, Ensayo sobre el mal, Madrid, Caparrós, 1997, p. 69. Sin embargo, callar desde el principio tampoco pareciera ser lo más apropiado: «Si el mal es, más que un concepto, una conmoción; si, antes que hecatombe colectiva, lo es personal, y por ello su dimensión multitudinaria no queda vacía; si el mal es, en sí mismo, excesivo, en el sentido de que resiste a cualquier pretensión de tematizarlo, ¿cómo entonces hablar de él? Más aun: ¿es tan siquiera
posible hacerlo? La alternativa (guardar silencio o hablar) no es, sin embargo, tan nítida como sería deseable. Callar encierra sus trampas, como la de la complicidad con el mal y el ultraje a las víctimas, así como - y no en menor grado - la de la efusión sentimental que, sin empacho alguno, tomaría la posesión del hueco dejado en franquía por el pensamiento desertor». Ayuso Díez, Jesús María, «Auschwitz: el pensamiento judío confrontado con la realización histórica del mal absoluto», en Diálogo filosófico, n° 43, Madrid, Encuentro, 1999, p. 31.
32 Véanse: Arendt, Hannah, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999; Serrano de Haro, Agustín, «Hannah Arendt y la cuestión del mal radical», en Diálogo Filosófico, n° 36, Madrid, Encuentro, 1996, p. 421-430.
33 Véase, Vattimo, Gianni, Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1997. Hay que aclarar que el destierro de la vulnerabilidad, y del perdón como sinónimo de éste, no es algo nuevo en la historia del pensamiento. El desprecio del perdón ya estuvo presente en el estoicismo, en el cual el ideal del sabio exigía el deber de lograr la impasibilidad (ataraxia), reñida con el perdón por lo que éste suponía de conmoción, mientras que lo que se perseguía era la ausencia de pasiones.
34 Ricoeur ve claramente el valor de apertura de estas dimensiones negativas: «Bajo la égida de la metacategoría del no-ser, la experiencia de la falta es relacionada una vez más con las otras experiencias negativas, de las que puede hablarse igualmente como de participaciones en el no-ser. Así, el fracaso, en cuanto contrario al éxito en la dimensión de la eficacia, de la eficiencia propia, posee su terminología específica en términos de potencia y acto, de proyecto y realización, de sueño y cumplimiento. El fracaso mantiene así la experiencia de la falta en la línea de la metafísica del ser y de la potencia, que es adecuada a la antropología del hombre capaz. La experiencia de la soledad no es menos rica en armónicos ontológicos: es cierto que ella se adhiere a la experiencia de la falta en cuanto que ésta es fundamentalmente solitaria, pero, al mismo tiempo, por contraste, da valor a la experiencia del ser-con y, en razón de esta dialéctica de la soledad y del compartir, permite decir “nosotros” con total veracidad». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, p. 591.
35 Es la experiencia del desgarro interior y vincular que el poeta argentino expresa en una síntesis magistral al afirmar que «con el número dos nace la pena». Marechal, Leopoldo, Poesía (1924-1950), edición y prólogo de Pedro Luis Barcia, Buenos Aires, Ediciones del 80; citado en Barcia, Pedro Luis, «Marechal y la aventura estético religiosa del alma» (estudio preliminar), en Marechal, Leopoldo, Descenso y ascenso del alma por la belleza, Buenos Aires,
Vórtice, 1994, p. 22. Asimismo, el pensar metafísico realista afirma que «una cosa es en la medida en que es una y cuando algo la divide y perjudica, su ser se perjudica también. Igualmente cuando se desdibuja, deja de ser lo que era». Komar, Emilio, La verdad como vigencia y dinamismo, Buenos Aires, Ediciones Sabiduría Cristiana, 2001, p. 44.
36 «Los romanos, pueblo campesino, tenían un gran respeto por los límites de las fincas rurales, los límites eran sagrados y se les llamaba ‘término’. Tan sagrados eran que había fiestas rurales importantes durante el año en el cual se festejaba a la divinidad protectora de los límites. En el campo no podía haber paz sin respeto de los límites, de los ‘términi’, y esto se refleja en la conciencia de los romanos de que el hombre tiene que estar también dentro de sus términos, en su justo lugar, de lo contrario se destruye. De allí viene también la palabra ‘ex-terminatio’, que significa ‘salirse fuera de los límites’, de los términos, perder los contornos, perder el lugar que a uno le corresponde. Hoy ‘exterminar’ significa simplemente anular, pero la etimología de esta palabra constituye una estupenda lección: todo lo que sale fuera de su lugar, fuera de lo que debe ser, se anula. Los términos en cuestión no son artificiales sino reales. Cuando nosotros vivimos una vida no real estamos fuera de los términos, nos estamos anulando. La mentira es la madre del homicidio, es decir, primero se miente y después se mata, porque ya en la misma mentira hay un desdoblamiento y esto ya es un ataque a la integridad del ser, después se sale de los ‘términos’». Komar, Emilio, La verdad como vigencia y dinamismo, Buenos Aires, Ediciones Sabiduría Cristiana, 2001, p. 43-44.
37 De este modo tomamos en cuenta la advertencia de Derrida respecto de no hacer del perdón un ejercicio de poder soberano de la víctima. En efecto, si la víctima considerara que el perdón depende absolutamente de su ipseidad, negando su realidad antropológica como ser-de, ser-para y ser-con se convertiría en un potencial victimario y el perdón sería instrumentalizado. «Y puesto que hablamos del perdón, lo que hace al ‘te perdono’ a veces insoportable u odioso, hasta obsceno, es la afirmación de soberanía. Ésta se dirige a menudo de arriba abajo, confirma su propia libertad o se arroga el poder de perdonar, ya sea como víctima o en nombre de la víctima. (...) Con lo que sueño, aquello que intento pensar como la ‘pureza’ de un perdón digno de ese nombre, sería un perdón sin poder: incondicional, pero sin soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y soberanía». Derrida, Jacques, El siglo y el perdón seguido de Fe y saber, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2003, p. 37-39.
38 «La compasión supone la capacidad de hacerse vulnerable. Se trata de algo más que de un fenómeno difuso de bondad, o de una simple ternura del corazón. El hecho de que suscite resistencia en nuestro ánimo, significa que incluye dimensiones personales de implicación, que no son posibles sin una sensibilidad ética bien despierta. Sólo se compadece quien no permanecer neutral ante el otro». Sarmiento, Pedro Manuel, «Fenomenología de la compasión», en Ephemerides Mariologicae, vol. LIV, fasc. II, abril-junio 2004, p. 204.
39 Así se afirma enfáticamente en Lc., v. 21-24 (véase Mt., IX. 4-6 o Mc., XII. 7-10), donde Jesús realiza un milagro para demostrar que ‘el Hijo del hombre tiene poder sobre la Tierra para perdonar los pecados’, poniendo el énfasis en ‘sobre la Tierra’. Su insistencia en el ‘poder para perdonar’ asombra al pueblo más aún que la realización de milagros, de manera que ‘comenzaron los convidados a decir entre sí: ‘¿Quién es éste para perdonar los pecados?’ (Lc., VII. 49).
40 Mt., XVIII. 35, véase Mc., XI. 25. «Cuando os pusiereis en pie para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados». O: «Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados». (Mt., VI. 14-15). En todos estos ejemplos, el poder de perdonar es fundamentalmente un poder humano: Dios nos perdona ‘nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores’. Arendt, Hannah, La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 259. «Cabría preguntamos por qué Dios condiciona su perdón a que nosotros perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar. Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en nosotros si nosotros no modificamos nuestras disposiciones. «Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre» (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 2840). Dios respeta nuestra libertad. Condiciona su intervención a nuestra libre apertura para recibir su ayuda, sin embargo, Dios mismo es quien mueve nuestros corazones a abrirnos libremente, pues en Él somos, nos movemos y existimos.
41 «La soberanía de un grupo de gente que se mantiene unido, no por una voluntad idéntica que de algún modo mágico les inspire, sino por un acordado propósito para el que sólo son válidas y vinculantes
las promesas, muestra claramente su indiscutible superioridad sobre los que son completamente libres, sin sujeción a ninguna promesa y carentes de un propósito. Esta superioridad deriva de la capacidad para disponer del futuro como si fuera el presente, es decir, la enorme y en verdad milagrosa ampliación de la propia dimensión en la que el poder puede ser efectivo. Nietzsche, con su extraordinaria sensibilidad para los fenómenos morales, y a pesar de su prejuicio moderno de considerar el origen de todo poder en la voluntad de poder del individuo aislado, vio en la facultad de las promesas (la ‘memoria de la voluntad’, como la llamó) la distinción misma que deslinda la vida humana de la animal». Arendt, Hannah, La condición humana, p. 264.
42 Nos inspiramos en el título de lo que muchos denominan como la culminación de la obra poética del escritor uruguayo. Véase Benedetti, Mario, La vida, ese paréntesis, Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
43 Arendt, Hannah, La condición humana, p. 256-257.
44 Ricoeur habla de un doble enigma presente en el estudio del perdón: «el enigma de una falta que paralizaría el poder de obrar de este «hombre capaz» que somos; y, como réplica, el de la eventual suspensión de esta incapacidad existencial designada por el término de perdón». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, p. 585.
45 Inspiró esta disrupción el siguiente texto de Ricoeur: «Considerado desde el lado del objeto, lo injustificable designa ese exceso de lo no-válido, ese más allá de las infracciones medidas según las reglas que la conciencia moral reconoce: tal crueldad, tal bajeza, tal desigualdad extrema en las condiciones sociales me perturban sin que yo pueda designar las normas violadas. No se trata ya de un simple contrario que yo entendería por oposición a lo válido; son males que se inscriben en una contradicción más radical que la de lo válido y de lo no-válido, y suscitan una demanda de justificación que el cumplimiento del deber ya no justificaría. Sólo se puede sugerir este exceso de lo no-válido atravesando lo válido mediante un paso límite; “son males - dice Jean Nabert - son desgarramientos del ser interior, conflictos, sufrimientos sin alivio concebible”. Los males son entonces desgracias incalificables para quienes los sufren». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, p. 592.
46 En esta misma línea cabe interpretar a Ricoeur cuando vincula el conocimiento de sí y la confesión en el victimario: «En este nivel de profundidad, el reconocimiento de sí es indivisamente acción y pasión, acción de obrar mal y pasión de ser afectado por la propia acción». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, p. 590.
47 Considero que esta precisión conceptual guarda profunda relevancia para una correcta interpretación del rol de las pasiones en el desarrollo intelectivo y afectivo de la persona humana. Desde este matiz expresivo se podrían sentar las bases para la superación de algunas discusiones, que por lo general llegan a resultados estériles, en torno a la relación concebida erróneamente como algo dicotómico entre los sentimientos y las pasiones y la voluntad como sede de expresión de los deberes. Cabría afirmar que hay una vida valoral en las pasiones y, como afirma Komar, «incluso el que ama el deber, en algún momento tuvo una vivencia valoral», (Komar, Emilio, La verdad como vigencia y dinamismo, Buenos Aires, Ediciones Sabiduría Cristiana, 2001, p. 21) por la cual valora el deber como algo atractivo y bueno. Por ello, esta radical capacidad de ser afectado que explicitamos con la expresión el ser obrado sigue al ser, supone que el sujeto posee vivencias valorales fundantes de su obrar.
48 «Entre el mal que está en su acción y el mal que está en su causalidad, la diferencia es la de la inadecuación del yo a su deseo más profundo. Éste sólo puede enunciarse en términos de deseo de integridad, y es mejor conocido por los fallos del esfuerzo por existir que por las aproximaciones de su ser propio». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, p. 590.
49 «Entorpeciendo la vida vivimos, pero no nos revelamos contra el hecho de que al final tengamos que retirarnos. Con esta actitud la razón no ha comenzado todavía a tornarse, como benevolencia, forma de la vida misma». Spaemann, Robert, Felicidad y benevolencia, Madrid, Rialp, 1991, p. 272.
50 Como afirma Spaemann: «El perdón supone culpa, es decir, libertad de una persona que es “ella misma”, no un modo de ser dado de antemano, el fundamento de un obrar determinado. El perdón supone asimismo que la persona no ha revelado su esencia definitiva con su decisión. Soy, ciertamente, el que hizo tal cosa, y lo seguiré siendo. La identidad personal no es un más allá en relación con los predicados innatos y adquiridos. Es la totalidad del hombre la que tiene estos predicados como determinaciones suyas. Pero el significado de estas determinaciones para el hombre entero, o sea, para el ser de la persona, no es definitivo. La persona es siempre más que la suma de sus predicados. No puede hacer que lo ocurrido no haya ocurrido. Debe tener en cuenta aquello que ha llegado a ser. Pero depende de ella cómo llega a serlo». Spaemann, Robert, Felicidad y benevolencia, p. 222-223.
51 No nos introducimos en el meollo teológico que supone concebir una antropología humana previa al pecado original, sino que realizamos este juicio
atendiendo a la fenomenología de una experiencia que se realiza en la historia humana de modo reiterado.
52 Utilizamos este término para distinguirlo de una comprensión del perdón como fenómeno meramente pasivo. El padecer o ser hecho supone un cierto hacer de respuesta, no meramente activo pero tampoco absolutamente pasivo.
53 Como se puede apreciar, para evitar este peligro resulta fundamental la superación de la curvatio in se ipsum o - en palabras de Nouwen -desplazamiento voluntario; «el desplazamiento voluntario conduce a una nueva unión en la que podemos reconocer nuestra igualdad en nuestra común vulnerabilidad, descubrir nuestros talentos originales como dones para la construcción de la comunidad». Nouwen, Henri, La compasión en la vida cotidiana, Buenos Aires, Lumen, 1996, p. 101.
54 Spaemann, Robert, Felicidad y benevolencia, p. 281. En igual sentido Hannah Arendt advierte de la importancia de los otros para la experiencia del perdón. Véase Arendt, Hannah, La condición humana, p. 260.
55 Tomás de Aquino, Santo, De Divinis Nominibus, c. 4, Lectio 10. «Invenitur etiam in zelo et amore humano, alia conditio per quam differt a divino: amor enim in nobis causatur et similiter zelus ex pulchritudine et bonitate; non enim ideo aliquid est pulchrum quia nos illud amamus, sed quia est pulchrum et bonum ideo amatur a nobis; voluntas enim nostra non est causa rerum, sed a rebus movetur; voluntas autem dei est causa rerum et ideo amor suus facit bona ea quae amat et non e converso: quia sua bonitas movet seipsum in seipso, quod non facit nostra».
56I-II, q. 110, a. 1 c. Lugares paralelos: In Sent.,
2 d. 26 a. 1; De Veritate, q. 27 a. 1, Contra Gentiles L. 3, n° 150.
57 Con este término designa Laffitte el hecho irreversible del victimario de haber sido autor del mal cometido. Aquí se revelaría una cierta impotencia del perdón humano que «no tiene poder de penetrar en el núcleo metafísico de la acción cometida, en el hecho mismo de que haya sido cometida». Laffitte, Jean, El perdón transfigurado, Madrid, Eiunsa, 1999, p. 109.
58 Destaca Spaemann: «Si sólo la vida humana tiene internamente el carácter de totalidad es porque nosotros mismos la vivimos como totalidad, en el recuerdo y en la anticipación del futuro y de la muerte, cuya inevitabilidad conocemos. El sentido de esta totalidad no permanece fijo hasta el final. La relevancia de las vivencias pasadas y las acciones presentes para el conjunto de nuestra vida no es independiente de nosotros mismos. Y puede cambiar. (...) Y es que la vida tiene un carácter vectorial. Es difertente que vaya hacia delante o hacia atrás. Respice finem es una de las reglas clásicas. Con otras palabras: el encadenamiento de los muchos momentos de la vida en un todo no es un acontecimiento objetivo situado más allá y fuera de esos
momentos, sino que sucede a su vez en momentos que constituyen una parte de la vida. El todo se hace parte de sí mismo. Nos recordamos e integramos lo recordado al determinar constantemente su significado a partir de un bosquejo de lo futuro. Este bosquejo, por su parte, está de nuevo determinado por el pasado recordado y no recordado. Así, pues, la integración de la vida en un todo no nos libra de la contingencia radical». Spaemann, Robert, Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, Madrid, Eiunsa, 2003, p. 98-99.
59 Spaemann, Robert, Felicidad y benevolencia, p. 280.
60 Cuando en realidad el pensamiento humano es capaz de dilucidar que: «La pérdida de la inocencia es algo que sucedió en un tiempo primordial imposible de coordinar con el de la historia, y, por lo tanto, algo que habría podido no sucede. Se propone la idea de un mal siempre presente en la experiencia y, sin embargo, fundamentalmente contingente en el orden primordial. (...) Esta atención prestada a los mitos de la culpabilidad guarda interés no tanto para la especulación sobre el origen del ma, cuya vanidad me parece irremediable, sino para le exploración de los recursos de regeneración que permanecen intactos. En el tratamiento narrativo y mítico del origen del mal se dibujaría, en negativo, un lugar para el perdón». Ricoeur, Paul, La memoria, la historia y el olvido, p. 593-594.
61 Félix Novales, nos brinda un testimonio vital de la experiencia del arrepentimiento y el posterior perdón: «A lo que iba es a que, cuando ya me sentí reconocido en el otro bando, el cuerpo floreció. La sonrisa me subió a los labios. El cuerpo adquirió una vida que no había conocido antes. Como si un montón de cerrojos, cerrados desde antes de la memoria, se hubiesen abierto ahora de golpe. Ponía la radio, oía música, y se iba. Se iba solo, detrás de la música. Y me sorprendía y me sentía feliz. Y sentía ganas de cantar, de reír, y todo empezó a adquirir colores nuevos... y la fuerza de la vida ganó definitivamente la partida, y su potencia me abría perspectivas ni siquiera imaginadas hasta entonces, y... ya lo he dicho, pero no me importa, y me sentía feliz. Y lo recalco, porque nunca antes, al menos desde que tenía memoria, me había sentido así: dueño de mi propia felicidad». Bilbao, Galo (et. al.), El perdón en la vida pública, p. 193-194.
62 Spaemann, Robert, Personas, p. 224-225.
63 «El perdón viene equipado con la crudeza del realismo. Para poder perdonar, debemos tener las agallas para mirar de frente al horror, a la injusticia, a la maldad de la que fuimos objeto. No podemos distorsionar, no podemos disculpar, no podemos ignorar. Vemos el mal a frente y lo llamamos por su nombre. Sólo las personas realistas pueden perdonar». Smedes, L. B., Perdonar y olvidar, México, Diana, 1999, p. 184.
64 Simon Wiesenthal, superviviente de los campos de exterminio, relata el estremecedor suceso que lo condujo frente a un joven soldado de la SS que, moribundo que en su lecho de muerte, había solicitado la presencia de un judío para expresar su arrepentimiento y pedir perdón. Este relato, de notable riqueza fenomenológica nos revela, en el pedido del agonizante, esta necesidad vincular de comunicación exigida en el perdón, incluso en situaciones límite. Asimismo, el genuino encuentro dialógico supone, frente al pedido de perdón por parte del victimario, la pronunciación de una respuesta por parte de la víctima. En el caso mencionado, Wiesenthal guardó silencio. «“no puedo morir... sin lavar mi conciencia. Ésta debe ser mi confesión. Pero ¿qué clase de confesión es ésta? Una carta sin respuesta... Sin duda se refería a mi silencio. ¿Qué podía hacer? Ahí estaba un hombre desahuciado, un asesino que no quería serlo pero que se había convertido en un asesino por culpa de una ideología asesina. Estaba confesando su crimen a un hombre que quizá mañana muera en manos de los mismos asesinos. En su confesión había un sincero arrepentimiento, aunque no lo llegó a confesar abiertamente. Tampoco era necesario, dada la manera en que se dirigió a mí, ya que el hecho de que hablara conmigo era la prueba de su arrepentimiento”». Wiesenthal, Simon, Los límites del perdón. Dilemas éticos y racionales de una elección, Barcelona, Paidós, 1998, p. 50. Se percibe así que, si bien la víctima requiere de la presencia del victimario, ahora arrepentido, para escuchar su confesión y pedido de perdón, no es menos cierto que el arrepentido requiere de la víctima para recibir su perdón.
65 En su iniciativa el perdón excluye la coacción y revela con nitidez la posibilidad de un inicio libre vinculante entre los hombres.
66 Ugarte Corcuera, Francisco, Del resentimiento al perdón. Una puerta a la felicidad, Madrid, Rialp,
2004, p. 64.
67 Respecto del tema del amor cabe precisar que «el bien otorga esencialmente conveniencia,
connaturalidad, proporción, aptitud, consonancia entre el amante y el amado: esa conveniencia equivale a cierta unidad de forma o perfección. Por eso, el bien no es sólo causa final del amor, sino también, y prioritariamente, causa formal. La proporción o aptitud entre el amante y el amado se llama similitudo, semejanza, la cual no es otra cosa que la conveniencia o comunicación en la forma. A esta comunidad pudo referirse Aristóteles cuando define el amor de amistad (Ethic, Q. 14, 1161, b 11). No quizás sólo una convivencia en comunidad de gustos y ocupaciones, sino además una semejanza en la forma. (...) Si en el amor cabe distinguir un doble elemento, la persona amada (quod) y el bien querido para ella (cui), ambos suponen en su complejidad una sola razón de amar que explica la unidad del movimiento amoroso: esa razón de amar, motivo formal del amor, es la semejanza en la forma». Cruz Cruz, Juan, El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor humano en Tomás de Aquino, Madrid, Rialp, 1999, p. 190.
68 Desde el plano de la misericordia, lo semejante no consiste en aspirar a poseer un mismo sentir cuanto en sentir frente al otro en su estado de sufrimiento.
69 No es posible soslayar que la compasión es susceptible de una contrapartida teológica, por cuanto en el cristianismo «la compasión de Dios se autorrevela en el camino descendente de Jesucristo» por lo que -desde esta óptica - «nuestra compasión respecto de cualquier otra persona implicará seguir su camino y participar en el despojo y la humillación voluntarios». Nouwen, Henri, La compasión en la vida cotidiana, Buenos Aires, Lumen, 1996, p. 40. En la compasión, «el hombre y Dios pueden unir sus esfuerzos». Mantovani, Mauro, «Eleos tra vecchie e nuove categorie», en Salesianum, n° 64/2, Aprilis-Iunis, 2002, p. 249. En efecto, el dolor en el amor tiene una impronta cordial que permite abrir las entrañas al prójimo por lo cual, de algún modo superamos nuestra curvatura al olvidarnos de nosotros mismos y, al mismo tiempo, o por ese olvido, dejamos que el otro coopere y obre en nosotros.